Torre de la Venerable Orden Tercera de San Francisco. |
Viene a mi memoria una leyenda que leí hace años,
acerca de un suceso acaecido en la Noche de San Juan. Eran tiempos en que La Coruña era una ciudad
dormida junto al mar que despertaba de
su letargo cuando a su puerto se acercaban gallardas carabelas y algún virrey
cruzaba las calles de la vieja y amurallada ciudad, seguido por su séquito
de capitanes y bizarros soldados.
Cuentan que en la
Venerable Orden Tercera había una imagen
tallada en piedra que el paso del tiempo destrozó y que no es visible en la
actualidad. Estaba situada en el muro de la torre que remata el campanario. La
imagen había estado colocada con anterioridad en el viejo convento de San Francisco. Era una imagen de la Virgen
con el Niño en brazos, iluminada por un gran fanal de aceite que los devotos encendían todas las
noches.
Una mañana de San Juan, a los pies de la imagen, apareció un hombre muerto con una
daga clavada en el corazón. Con su mano ensangrentada, había manchado los pies de la imagen de la
Virgen. El muerto era Don Diego de Canaval, capitán del Rey, que unos días
después debía casarse con Doña Sol de Acuña, la más bella dama de Compostela.
La víspera del Santo Bautista era de alegría y jolgorio. Las
gentes coruñesas bajaban hasta la orilla el mar
con música de gaitas, olor a romero y rosas esparcidas por todos los
rincones a fin de espantar a trasgos y meigas. Aquella noche que nos ocupa era
aún mayor la algazara pues el virrey don Mendo
obsequió a su sobrino Diego de Canaval con una gran fiesta. Don
Mendo, recio, erguido; Don Diego,
arrogante, decidor de galanteos y requiebros, con afán de seducir a las damas
que participaban en el festejo. En un determinado momento de la noche una
tapada se acercó a Don Diego y le dijo: “¿Don Diego, que olvidada tenéis a Doña Sol? ¿Qué
sabéis vos señora?, replico adusto el capitán. “Sé Don Diego que hoy al sonar las doce
alguien me ha dado una cita con vos”. Al decir eso la dama desapareció de improviso dejando a
Don Diego desazonado e inquieto en sus pensamientos.
Ábside del antiguo convento de San Francisco. |
Cerca de las doce,
don Diego salió de la casa del su tío el virrey, para dirigirse a la suya. Marchaba a la vera del convento franciscano, donde la
lámpara de aceite iluminaba la imagen de la Virgen, cuando sonó la primera
campanada de las doce. Vio entonces Don Diego la figura de mujer arrebujada en
la oscuridad de un manto negro que le adelantaba en su caminar. Paróse bajo el
farol y esperó al capitán. “Heme aquí Don Diego” le dijo. El capitán helado,
con un frío de muerte, ni se movió.
Mientras la misteriosa dama levantó el
velo que le cubría enseñando un rostro de marfil y el capitán sintió sobre sus
labios un beso helado, duro, descarnado,
mortal. La lámpara que alumbraba la imagen se apagó y un búho desde el alero
del tejado del convento, llamó a las tinieblas con un alarido. Así murió don
Diego.
Al año siguiente, Don
Mendo el virrey, ordenó ahorcar a un criado al que culpó de la muerte de su
sobrino. La mancha de sangre que Don Diego había dejado a los pies de la imagen
no había podido ser borrada y cada mañana aparecía más roja.
Al año justo del
ahorcamiento del criado, otro día de San Juan, fue hallado el cadáver de Don
Mendo ante la misma imagen caído sobre un gran charco de sangre. Don Mendo no
estaba herido, había muerto ahogado en la sangre que había manado de la piedra,
como una fuente, hasta formar el charco en el que se ahogó el virrey.
Los coruñeses dieron
por cierto que el virrey había asesinado a su sobrino por amor a Doña Sol y que
la sangre de su crimen había manado de la piedra para hacer la justicia de
Dios.
Desde aquel día a las
doce de la noche de San Juan, apagábase la luz de la hornacina y la sombra de Don Mendo vagaba por el convento
con el decidido afán de que con la punta de su daga, escarbar en la piedra para
borrar la mancha de sangre que había dejado la mano de su sobrino herido de
muerte a los pies de la imagen de la Santísima Virgen.
Calin Fernández
Barallobre.