domingo, 1 de julio de 2018

Locales pintorescos de la ciudad

Todas las ciudades poseen, como sellos propios de identidad, locales señeros testigos, en muchos casos, de los hitos más importantes de la historia de cada urbe; pero también, entre sus calles y plazas, se encuentran otros que han engrosado esa particular historia que guarda la memoria colectiva por su singular pintoresquismo. 

Marineda, con sus luces y sus sombras, no podía sustraerse a este hecho y así, a lo largo de los años, han sido varios los locales que, por uno u otro motivo, han destacado por ese pintoresquismo, conservándose para siempre en la memoria de todos los que tuvimos la suerte de conocerlos e incluso frecuentarlos. 

Hoy, probablemente, subsistan pocos de aquellos establecimientos, de una lado por el cambio sustancial de la fisonomía de la ciudad y de otro por la inexorable mudación de gustos y costumbres, sin embargo creemos que vale la pena hacer un ejercicio de recuerdo y devolverlos, aunque sea en los renglones escritos en un par de cuartillas, a ese presente que hoy vive la ciudad. 

Dejando a un lado la “Tasca del Bohemio” de la que ya hemos hablado en anteriores ocasiones y que sin duda constituía, tanto por su singular ambiente como por los personajes que la regentaban, uno de los enclaves más llamativos de la ciudad y otros, como por ejemplo la papelería “La Poesía”, donde se podía encontrar desde el Catón a cualquier figura del Nacimiento, pasando por caretas de Carnaval, artículos de broma para las inocentadas del 28 de diciembre o blondas y moldes para repostería, en nuestra querida Marineda abrieron la puerta otros establecimientos de singularidades muy acusadas. 

Recordamos de manera muy especial “la Cueva de Murciélago”, un local de ambiente existencialista, que allá por la década de los 60 abrió sus puertas en un sótano de la calle Rey Abdullah. Local muy celebrado y que gozó de gran predicamento entre la mejor juventud coruñesa que se daba cita en sus tardes-noches rodeándose de un decorado entré macabro y permisivo, con tenue iluminación, que permitía que la imaginación y las maneras se disparasen sobre todo a quien tenía ante sí los ojos de una linda coruñesa. 

Un local al que concurría diariamente lo más granado de la bohemia coruñesa. Pintores de la talla del inolvidable Pucho Ortiz o escultores como Dávila, dejaron su impronta artística en las paredes y rincones de aquel establecimiento. 

Avelino y Juan, cuñados y socios, regentaban aquel singular local cargado de magia y de misterio sobre todo a los ojos de aquellos que, como nosotros, no alcanzábamos la edad suficiente que nos permitiese alternar entre sus paredes. 

Merced a su situación, en una de las calles de nuestra zona de residencia, “la Cueva del Murciélago”, fue escenario de peripecias y anécdotas simpáticas que aun hoy, vistas con la perspectiva del tiempo pasado, nos hacen cuando menos sonreír. 

El local, como hemos dicho, estaba ubicado en un sótano, concretamente en del inmueble nº 14 de la calle de Rey Abdullah, edificio en el que vivía Luis, uno de los miembros de nuestra pandilla de amigos. Para mejor ambientar su entrada, en la pared frontal de sus escaleras de acceso habían pintado un enorme murciélago cuyos ojos – dos agujeros practicados en la pared - se iluminaban con una bombilla situada dentro del portal de casa de nuestro amigo lo que proporcionaba a la entrada un efecto sugerente a la par que siniestro e inquietante. 

Descubierta por nosotros esta ubicación, convertimos en habitual medio de broma y chacota ocultarnos tras los ojos del murciélago para con nuestras anónimas voces llamar la atención, a veces con frases fuera de tono, de los clientes que accedían a la “Cueva” que, incapaces de localizar el origen de tales frases, llegaban a alcanzar un grado de indignación bastante considerable. 

Finalmente, con el paso de los años, ya en el declive de aquel local tuvimos la oportunidad de frecuentarlo para degustar en él alguno de sus singulares cócteles - la sangre de vampiro, por ejemplo - y unos deliciosos perritos calientes preparados por el bueno de Avelino quien, años más tarde, inauguró, en Ciudad Escolar, otro curioso establecimiento, su “Tipical Avelinus Tasca”, pero esa es otra historia que también merece ser contada pero que dejaremos para mejor ocasión. 

De corte similar, nacidos igualmente dentro de la corriente existencialista en boga aquellos años, recordamos otros dos locales: uno “las Valkirias”, situado en la calle José Luis Pérez Cepeda, inmediata a la de Rey Abdullah, propiedad de Juan, el socio de Avelino, que finalmente se convirtió en una “barra americana”, establecimiento tipo de moda también por aquellas calendas. 

Tal vez por el hecho de llegar tardíamente y un poco a la sombra de “la Cueva”, "las Valkirias", nunca tuvo el mismo grado de aceptación ni de concurrencia pese a estar rodeado del mismo halo de misterio que aquel. 

Recordamos y celebramos la presencia en ambos locales de las mejores hembras de la ciudad, en aquella época en la que la inglesa minifalda se había puesto de moda. Nuestros ojos brillaban de manera sorprendente cada vez que nos cruzábamos con algún grupo de chicos y chicas o simplemente con una pareja que se dirigían a cualquiera de los dos locales, cuyos elementos femeninos vestían semejante prenda. Una delicia para nuestros infantiles ojos que, al llegar la soledad de la noche, nos invitaba a soñar y a..., bueno, a nada más. 

En cuanto al otro, el “Más Allá”, abría sus puertas en la prolongación de la calle Barcelona. Propiedad de un tal Nicolás, hombre afable y bohemio, jamás tuvo ni el estilo ni la selecta clientela de “la Cueva”, pero la permisividad de su propietario, al menos en lo que al culto al amor se refiere, lo convirtió, durante algún tiempo, en lugar de visita en aquellas deliciosas tardes otoñales de los últimos años de nuestra vida escolar. 

Con relación a este último local omito, siquiera por caballerosidad, narrar un sucedido que me tuvo como protagonista una tarde de otoño al lado de una hermosa coruñesa de largo cabello lacio y ojos castaños. 

Otro local rodeado de cierto halo de misterio era el bar “las Cataratas”, situado en la calle San Francisco, en plena Ciudad Vieja. Su escasa luz y sus recónditos rincones permitían dar rienda suelta a toda suerte de envites románticos si al final éramos capaces de persuadir a la colegiala de nuestros desvelos a que nos acompañase a tan especial lugar, algo que no siempre conseguíamos. 

También recordamos aquella discoteca o lo que fuese, de nombre “Neptuno”, que estaba situada en la Vereda del Cementerio, a la que acudían los extraños personajes que por aquellos años poblaban la noche coruñesa cuando todo lo demás cerraba sus puertas en cumplimiento del inexorable horario gubernativo. Un local no demasiado recomendable pero al que concurrimos en alguna ocasión muy contada. 

Podríamos seguir ejercitando la memoria para recordar otros muchos establecimientos que de similares características abrían sus puertas a lo largo y ancho de Marineda. Desde pequeñas quincallas de barrio donde se podía comprar un poco de todo, hasta pequeñas tascas o locales perdidos entre las calles y plazas de la ciudad. Creemos, sin embargo, que para muestra llega este botón. 

Sin duda estos locales marcaron el devenir de una época y de una ciudad, como Marineda, íntima, amable y agarimosa que sabía saborear la vida sin sobresaltos y en la que una copa al atardecer, al lado de una hermosa coruñesa de mirada perdida en la infinitud del Atlántico, era capaz de transportarnos, en un diabólico juego de la imaginación, a la más paradisíaca y solitaria de todas las islas. 

Fueron años en los que Marineda marcaba, aun lo hace hoy, el rumbo del modernismo de Galicia, siendo, con mucha diferencia, la ciudad más cosmopolita de toda la Región, pese a quien le pese.

José Eugenio Fernández Barallobre.