lunes, 4 de junio de 2018

Rubine Street

Cuántas sensaciones, cuántos recuerdos, evoca el simple hecho de pronunciar el legendario nombre de esta calle rodeada con la aureola del barbarismo añadido. ¡Rubine Street! Toda una leyenda que envuelve el delicioso tránsito de la ciudad a través de una época de vivencias inolvidables. 

En esta noche de primavera sin sueño volví a recorrer la vieja calle, lo hice despacio, sin prisa, como queriendo saborear cada esquina, cada rincón, cada piedra o quizás con el imposible deseo de recuperar el tiempo perdido, de revivir aquellos maravillosos momentos que pasé sumido en su espacio vital. 

Mi personal vinculación con Rubine arranca de los mismos albores de mi vida. La casa de mi abuela, el punto de cita diario rodeando a la única superviviente de la saga familiar de antepasados. Horas y horas aprendiendo a vivir de la mano de aquella maravillosa mujer de ropas negras y de profundo y arraigado sentido del honor. 

Fueron aquellos años en los que me inicié, bajo la atenta mirada de mis padres, en el fascinante mundo de la piromanía sanjuanera. Años de parada del coche del Colegio; de largas tardes de juegos en el viejo caserón de mi compañero de pupitre. De meriendas de pan con chocolate. De recados que hacían crecer mi ego, sintiéndome importante, en el pequeño ultramarinos de la esquina. De sabrosos helados en la heladería de la playa y de merengues con monetaria sorpresa en la casi ridícula pastelería atendida por Maruchi, uno de esos deliciosos e inolvidables personajes que ha sabido dar la ciudad a lo largo de los años. 

Una calle tranquila, con sabor a barrio, en la que las vivencias se deslizaban sin prisa, despacio, como el lento discurrir de aquel tranvía nº 3 que a diario la atravesaba de punta a punta; una calle con nombres propios, en la que el problema de uno lo era de todos, como también de todos eran los éxitos y los fracasos. 

En resumen, mis primeros pasos en el arte de socialización, de la convivencia con los demás, de hacerme hombre. 

Sin embargo, no fue hasta bien avanzada la mitad de los 60 cuando descubrí la calle en toda su esencia. Quizás fuese en 1968 cuando mis desviados derroteros estudiantiles me llevaron, casi como solución “in extremis”, a matricularme en una Academia que sentaba sus reales en esta calle ahora redescubierta como punto de encuentro de la flor y nata de los escolares coruñeses. 

Y de repente allí, por la extraña magia del ir y venir juvenil, comenzamos a citarnos con nuestras particulares damas de uniformes verdes, azules y grises. Ellas y nosotros y también los de Náutica y Magisterio; las chicas del Femenino e incluso los del Masculino. Todos de una u otra forma concurríamos a Rubine Street casi a diario y dejábamos que la vida se deslizase casi sin enterarnos, sin problemas salvo los derivados de las debacles estudiantiles de junio, mes de San Juan por otra parte, siendo todos conscientes de que a la vuelta del verano siempre estaba septiembre. 

Como olvidar nombres tan evocadores como “Manhattan Club”; “Wimpy”; “Pepe´s”, todos ellos testigos mudos de tardes y tardes de trascendentales debates animados por el sempiterno quinto de cerveza y la igualmente consabida tapa de patatas chips. 

Aquellas tardes en el Manhattan han resultado inolvidables. La hora mágica, las siete. En ese instante en que la luna comenzaba a jugar con las estrellas en los románticos atardeceres otoñales. De pronto, como de la nada, surgidas de todas partes, un alegre batallón de damas uniformadas se hacía dueño, entre risas y comentarios en alta voz, de todas y cada una de las mesas de aquella cafetería de moda. Un café, una coca-cola, un quinto de cerveza. Luego, un cigarrillo comprado suelto en cualquier quiosco de los alrededores, y la charla, una amena y trascendental conversación en la que cada cual hacía valer su particular filosofía de la vida. Al final, cuando la hora de regresar a casa se convertía en perentoria, nos repartíamos por calles, esquinas y plazas, acompañando cada cual a la dama de sus sueños, de sus deseos, de sus anhelos. 

Tampoco es posible olvidar, siquiera por un momento, las dos boites de la calle, el “Diana” y el “Hollywood”. Más que testigos, cómplices, incluso encubridoras de mil fantasías de amor vividas entre sus paredes, con los ecos de su música pegadiza, lenta y cadenciosa. Guateque francés e italiano. Aquellas canciones, “Mi vida”; “Sabor a sal”; “Se llama María”; “Yo que no vivo sin ti”; “Ligados”; “El mundo”; "Venus", que tanta huella han dejado en nosotros, sirvieron como mágico fondo a mil declaraciones de un amor que todos presumíamos no eterno; a besos que se nos antojaban interminables y a escarceos amorosos con la complacencia de una tenue luz que avivaba los ardientes deseos juveniles. 

Tardes de domingo que han dejado una huella indeleble en todos nosotros como la dejó aquella película española, en blanco y negro, que proyectó el cine del colegio de la cuesta en el atardecer de un otoño cualquiera y que luego guió nuestros pasos al pie del viejo árbol del ahorcado, bajo la siniestra sombra de un acechante refugio de fantasmas, donde encontramos respuesta a dudas trascendentes de la vida. 

Todavía, en un ejercicio de recuerdos, puedo revivir en la imaginación los rostros de cada una de las damas con las que compartí aquellos deliciosos atardeceres embriagados por una música que hacía vibrar nuestros cuerpos e incluso nuestras almas juveniles, mientras nuestras manos se juntaban al igual que nuestros labios y del corazón brotaba la más hermosa de todas las frases de amor. 

Cuantas vivencias, cuantos recuerdos. Cuantas horas vividas con intensidad entre las esquinas de una calle llena de evocaciones. 

Hoy, esta noche de primavera sin sueño, al pasear lentamente por sus aceras, sentí como el alma se me encogía. Todo era diferente. No queda rastro de la casa de mi abuela, ni tampoco de la tienda de Gerardo; ni siquiera del gran salón de cine a donde fui con mi padre, una tarde cualquiera, a ver aquella película de guerra. Tampoco existe el Wimpy e incluso el Manhatan, el Diana y el Hollywood han cambiado de nombre. Tampoco nadie ocupa nuestro lugar de romance; ni se ve aquel ir y venir de damas de uniforme, acompañadas de sus enamorados, que en tarde de San Valentín se jactaban de recibir la más bella de todas las rosas. 

Por supuesto que no existe la ridícula confitería de Maruchi con sus merengues con sorpresa; tampoco están los del 11, ni los de la Cepa, tampoco los del Bajo. Unos se han ido a las estrellas y otros, que se yo, a cualquier parte, al mundo de recuerdos, de mis recuerdos. 

Aquellas damas de uniformes verdes, azules y grises hoy ya son madres de familia, con hijas de la misma edad que tenían ellas en aquel lejano final de los 60. Muchas han cambiado con el inexorable paso de los años que no perdonan, sin embargo otras todavía se conservan lozanas y atractivas, evocando la elegante belleza de años atrás. 

Tampoco existe aquel concurso de televisión en el que conocí a la que, por mucho tiempo, creí la dama de mi vida. Nada es igual que era entonces, en aquellos tiempos de largos paseos alrededor de la manzana de mi calle mientras la luna y las estrellas bailaban su danza sideral. 

Todo ha cambiado, incluso Rubine ha dejado de ser aquella mítica Rubine Street de la prodigiosa década de los 60. 

Hoy, en esta noche de primavera sin sueño, he paseado por la calle; la suave brisa atlántica ha acariciado mi rostro y los viejos aromas, tan familiares para mi, me han devuelto a un mágico mundo de evocaciones; incluso, sentado en uno de los bancos de la vecina Riazor, creí ver al viejo fantasma de la calle, sentado, quejoso, hablando solo de lo que fue, de lo que vio, de lo que sintió y de lo que dejó sentir a los que, como yo, permitimos que nos envolviese con su larga capa de ser invisible durante unos años que, vistos con la perspectiva que da la vida, nos parecen maravillosos. 

Por todo ello, ¡gracias Rubine Street!

José Eugenio Fernández Barallobre