lunes, 3 de julio de 2017

Los veranos coruñeses

Es innegable que La Coruña, nuestra querida Marineda, es una ciudad asomada al mar, una ciudad que mira a la mar de cara convirtiendo sus azules y grises en un singular paisaje urbano donde los serenos atardeceres del Orzán producen inolvidables crepúsculos veraniegos, teniendo como fondo un horizonte pleno de misterios indescifrables bajo la atenta mirada del ojo del gran cíclope, flirteando con los colosos de acero que guardan callados la ensenada. 

La Coruña, esa ciudad donde nadie es forastero, ha sido siempre punto de cita de propios y extraños cada vez que un nuevo julio dobla la esquina del mágico mes de San Juan. Mañanas de sol en los arenales de Riazor, Orzán, Santa Cristina o cualquiera de las playas del entorno se han conjugado con tardes de deliciosos paseos y lentos saborear de café en las muchas terrazas que se adueñan de calles y plazas y con noches en las que todo es posible perdiendo la mirada en los bellos ojos de una linda coruñesa. 

Así es y así ha sido siempre.

Aquellos veranos de nuestra juventud, al inicio de la década de los 70, transcurrían, si las obligaciones estudiantiles nos lo permitían – cosa rara la mayoría de las veces -, sin prisa, saboreando cada instante como si quisiésemos impregnarnos de todo el sabor y el olor que desprendía el lento discurrir de los días.

A las mañanas de playa, perdidos en un rincón de Riazor, sucedía, casi sin solución de continuidad, el tradicional aperitivo en locales tan emblemáticos como el Playa Club de la familia Pereira o aquellas cafeterías que se asomaban a la Avenida de Buenos Aires y que en época de curso escolar se convertían en el crisol de aventuras y desventuras amorosas de la mano de colegialas cuyos uniformes formaban las notas de una especie de mágica sinfonía de verdes, azules o grises. 

Luego, tras el obligado almuerzo familiar, la tarde se presentaba como un cúmulo de expectativas que podía depararnos cualquier agradable sorpresa a la vuelta de la esquina. 

El viejo café Galicia, en el corazón del Cantón Grande, se tornaba en punto de cita casi obligada, a la hora del café, para emular tertulias de mayores donde se debatía sobre lo divino y lo humano de la ciudad y sus gentes, mientras su terraza se convertía en la mejor atalaya para observar el discurrir de atractivas coruñesas o hermosas forasteras que visitaban la ciudad especialmente cuando llegaba el mes de agosto. 

Con las primeras sombras del atardecer, tras el paseo obligado del ir y venir, aquel lento peregrinar, por la calle Real buscando encontrarnos con algún rostro femenino con sabor forastero, las calles de la Estrella, Olmos y la Galera se tornaban en una especie de puesta en común ciudadana donde nos dábamos de narices los unos con las otras. “El Ordenes”, “Lois”, “La Esquina”, “El Anduriña”, “El Siete Puertas”, “La Traída”... eran algunas de esas inolvidables tascas coruñesas donde saborear aquellas cuncas de Ribeiro que poseían la extraña particularidad de no tener ninguno de sus caldos el mismo sabor pese a ser, aparentemente, de idéntica madre. 

De repente, como sin quererlo, la noche caía sobre la ciudad y sus luces y rótulos de neón le conferían un ambiente de intimismo indescriptible rodeado de esa agradable temperatura propia de las noches del verano coruñés. Entonces surgía el milagro. La Avda. de la Marina con sus legendarios locales “Los Porches”, “El Salón”, “Capri” o “Lumar”, se convertían, por la magia del verano, en ese lugar donde encontrarnos y conocer a alguna de las chiquillas que visitaban la ciudad por aquellas calendas. 

Tras romper el hielo inicial, a veces menos complicado de lo esperado, comenzábamos a ejercer de embajadores de La Coruña dentro de nuestra propia ciudad. Un lento recorrido por las callejas de la Ciudad Vieja, enseñándoles algo de la Historia ciudadana que nos sabíamos al dedillo, prologaba la visita, casi inexcusable si el peculio lo permitía, a la Tasca del Bohemio, aquella que regentaba Carlos, en la que el viejo ritual de la queimada adquiría carta de naturaleza causando la sorpresa y divertida admiración de cuantos acudían a tan extraño y extravagante local. 

Luego, como remate, el “Whisky Club” o las boites de la Avenida de Rubine se hacían huéspedes de sueños y deseos, mientras una suave canción invadía un ambiente sereno que devolvía un vago sabor a sal de un mar que nos aguardaba para ser testigo de excepción, al alborear de un nuevo día, del lento paseo con la chiquilla que acabábamos de conocer convertida, por la magia de Marineda, en una especie de confesonario para hablar con las estrellas que se adueñaban del cielo veraniego coruñés. 

Y así, lentamente, sin prisa, transcurrían aquellos inolvidables veranos en los que comenzamos, casi sin quererlo, a dejar de ser niños. Muy a lo lejos advertíamos la proximidad de un septiembre indeseable no sólo por la eventual marcha de la forastera de nuestros sueños, sino también por la ineludible vuelta a las aulas y a los deberes escolares que tantos quebraderos de cabeza solían depararnos. Sin embargo siempre nos quedaba el consuelo de que con la llegada de un nuevo otoño también regresaban a nosotros aquellas inolvidables colegialas de nuestros amores que tantas horas amables y divertidas nos permitieron pasar a su lado. 

Eugenio Fernández Barallobre.