sábado, 13 de junio de 2015

Nace la leyenda

Si como hemos dicho la iniciación en el rito de la piromanía sanjuanera tuvo lugar en aquella simpática y entrañable hoguera que la chiquillería de Rubine y Avda. de Buenos Aires quemaba ante la vieja Casa de Baños de Riazor, no es menos cierto que la revalidación en este rito iniciático la superamos en aquellas mágicas hogueras que los niños de Fernando Macías plantábamos, cada noche de San Juan, en la explanada de Paseo de Ronda, frente al airoso edificio de Torre Coruña, pomposamente titulado como “rascacielos” en una Coruña que luchaba por entrar en la corriente de las ciudades modernas. 

La primera de aquellas hogueras, que constituyen los orígenes de la actual Noite da Queima, la quemamos la noche del 23 al 24 de junio de 1962. La noche de aquel sábado del alto junio un grupo de niños coruñeses comenzamos, sin saberlo, a escribir una de las más hermosas páginas de la historia lúdico-festiva de nuestra querida Marineda.

 
Plaza  del Maestro Mateo, años 60


Sin embargo todo aquello tuvo unos prolegómenos. Recuerdo que el año anterior había ardido la que sería la última hoguera de la chiquillería de Rubine; poco después de aquel junio de 1961 vimos, con gran desesperación, como la piqueta acababa con la Casa de Baños de los Dorrego y en su lugar, explanada anterior incluida, comenzaba a levantarse la antiestética mole que aun hoy da remate a los números pares de la calle Rubine justo antes de asomarse a la playa de Riazor. 

Con semejante perspectiva pronto nos dimos cuenta que, a falta de otro sitio que no lo había, la continuidad de la hoguera de Rubine se hacía completamente inviable y que aquella hoguera de 1961 sería la que pusiese fin a la tradición sanjuanera de aquella calle.

Tal vez por haber prendido en mi la chispa de la hermosa tradición hogueril o porque ya advertía, cosa bastante improbable, que la noche de San Juan iba a marcar una buena parte de mi vida, el caso es que desde aquel momento inicié una personal campaña, a modo de cruzada, para lograr que la pandilla de Fernando Macías y alrededores secundasen la idea de quemar una hoguera en la siguiente noche de San Juan. 

Mi vinculación con la calle de Fernando Macías venía dada por el hecho de que allí había nacido y allí vivía con mis padres y por lo tanto constituía, de forma natural, mi entorno de pandillas y juegos; sin embargo la ligazón que me unía a la Avda. de Rubine era por ser aquella la calle en la que residía mi abuela materna y por tanto lugar de visita diaria de mi madre a quien yo acompañaba.

Pese a que Fernando Macías como tal no quemaba hoguera alguna en la noche de las lumeradas, principalmente por no tener sitio donde plantarla, si es verdad que las calles aledañas celebraban, como hemos señalado anteriormente, por todo lo alto la noche de San Juan plantando hogueras en la confluencia de Rey Abdullah con la calle C, hoy Pérez Cepeda; zona baja de la Plaza del Maestro Mateo; calle ancha de Paseo de Ronda y Calvo Sotelo, frente al Colegio de la Compañía de María. Una oferta más que suficiente para satisfacer a mayores y pequeños, especialmente a estos, residentes en el conjunto de calles que envolvían a la de Fernando Macías.

Sin embargo todo aquello, así como tampoco el hecho de que la tradición sanjuanera estuviese perfectamente consolidada en la zona, fueron suficientes motivos para disuadirme de mi voluntad de incluir una nueva hoguera en la panoplia hogueril de aquellas calles.

Tras las primeras intentonas a finales de mayo, fecha tradicional del inicio de acopio de madera para la hoguera, todas ellas frustradas por la reticencia de mis amigos a sumarse al proyecto, no cejé en el empeño y así una tarde soleada de la segunda decena de junio decidí dar el asalto final.

Las vacaciones escolares ya habían comenzado. La mayoría de nosotros habíamos superado con aprovechamiento las pruebas de ingreso en el Bachillerato y esto nos permitía acudir cada mañana y cada tarde, con el permiso de la climatología, a nuestro particular rincón de la playa de Riazor para enfrascarnos en juegos y baños de primer verano.

Playa de Riazor

Aquella tarde había concurrido previamente a casa de mi abuela y tras la visita, tal vez para premiar mi aprobado, aquella maravillosa mujer vestida de negro, me había obsequiado con la nada desdeñable cantidad de cinco duros, 25 pesetas de la época, con el fin de satisfacer alguno de mis múltiples caprichos infantiles. Con aquel billete de 25 pesetas en el bolsillo corrí a la playa a encontrarme con mis compañeros de pandilla.

Allí estaban, como cada tarde, Ovidio García, Carlitos Vallo, José Mª Barcala, Luis Moreno, Julián Fernández, los hermanos Manolin y Luisín y Pepe Tomé, a quienes de nuevo plantee mi proyecto cara el próximo San Juan. Como quiera que en algunos de ellos siguiera advirtiendo notables reticencias no me quedó más remedio que tratar de “comprar” sus voluntades y así, aprovechando las 25 pesetas regalo de mi abuela, oferté convidar a un helado a cada uno de los que secundasen mi idea. Aquella oferta obró como mágica llave que abre el cofre de los tesoros y un “si hacemos la hoguera” fue la clamorosa respuesta a mi invitación que tuvo como epílogo la obligada visita a la Heladería “La Jijonenca”, que abría sus puertas en una de las últimas casas de la Avda. de Rubine, donde todos degustaron un helado sin duda a la salud de mi abuela quien a la postre resultó ser la esponsorizadora de la iniciativa.

Vencidas las reticencias y con luz verde para el proyecto ya no quedaba más que buscar el sitio idóneo para la ubicación de la hoguera y eso surgió esa misma tarde cuando decidimos que el sitio más apropiado podría ser en la calle ancha de Paseo de Ronda frente al edificio de Torre Coruña, compartiendo espacio con otra hoguera, de muy pocas pretensiones, que plantaba la chavalería de aquella calle.

Ignoro el motivo de porqué no se nos ocurrió proponer como lugar idóneo para plantar nuestra primera hoguera en la zona alta de la plaza del Maestro Mateo, ubicación más lógica ya que se encontraba en una de las aceras de nuestra calle; sin embargo no fue así, tal vez por evitar incrementar las rivalidades existentes con la chiquillería de Alfredo Vicenti y Maestro Mateo. Sea como fuere, lo cierto es que, visto con la perspectiva que otorga el tiempo transcurrido, aquella decisión pudo resultar proverbial.

Otro problema serio de logística que surgió casi de inmediato fue decidir el sitio donde poder ocultar la madera a salvo de posibles “golpes de mano” por parte de alguna hoguera vecina. La cosa generaba serios problemas y durante algunos días nos trajo de cabeza.

Recordaba que los chavales de Rubine guardaban la madera, tanto la que acopiaban por medio de donaciones, como la que obtenían tras arriesgadas razias por obras en construcción próximas, en el corralón del nº 13-15 de la calle; allí la madera y trastos conseguidos aguardaban la llegada de la noche del 23 de junio vigilados atentamente por la mirada inquisidora de alguno de los organizadores que vivía en los inmuebles que asomaban a aquel corralón. Sin embargo semejante lugar quedó descartado de inmediato al no contar con el concurso de ninguno de aquellos chiquillos; así que se me ocurrió recurrir nuevamente a mi abuela y pedirle permiso para utilizar, como eventual almacén, una vieja carbonera que poseía en la buhardilla de su casa. Concedido el pertinente permiso, pronto se inició el acopio de leña para la quema que comenzó a ser depositada en la vieja carbonera a salvo de la codicia de los chavales de otras hogueras.

Los días fueron transcurriendo y pronto advertí en todos y cada uno de mis amigos que la ilusión que no habían demostrado al principio surgía ahora a borbotones con solo mirar sus rostros; al final nos habíamos empeñado en una empresa que a todos nos producía una atracción especial.

El haber aprobado el ingreso en el Bachillerato, todo un hito a nuestros diez años, traía aparejado como es lógico el correspondiente regalo paterno por semejante hazaña escolar. No se trataba de un regalo más o menos ostentoso como cualquiera de los que recibíamos por Reyes o el día de nuestro Santo, era simplemente un pequeño obsequio para recordarnos que cualquier esfuerzo tiene su recompensa. En este sentido, unos pedían a sus padres el dinero necesario para pasar una tarde en el “Cerebro electrónico”, una sala de juegos con máquinas recreativas que había en la calle de los Olmos; otros para la compra de un libro o un disco de vinilo de los cantantes de moda y yo, sin embargo, le pedí que me comprase dos globos de papel, por un valor de 50 pts., para lanzar la noche de San Juan como complemento a nuestra hoguera.

Así fue, mi padre me libró gustoso el dinero necesario para la compra de los dos aeróstatos que verifiqué en un comercio coruñés de toda la vida, ya desaparecido, “el Arca de Noe”, situado en la calle ancha de San Andrés. Me acompañó mi amigo Ovidio García quien, emulando mi petición y por idéntico motivo, consiguió que su padre también aportase el dinero necesario para la compra de un tercer globo.

Poco a poco los preparativos se fueron ultimando y los días se deslizaron vertiginosos hasta llegar al siempre anhelado 23 de junio, una fecha que, desde aquel momento, remarcamos en rojo en nuestros calendarios personales. Los nervios fueron haciendo acto de presencia a medida que el día de autos se aproximaba más y más a nosotros.

 
La mañana de aquel día amaneció radiante, el sol del recién estrenado verano brillaba con fuerza lo que hacía presagiar un magnífico nocturno. Yo no había pegado ojo en toda la noche, el deseo de que amaneciese cuanto antes, comparable tan solo al que sentía la noche de Reyes, me permitió escuchar, una a una, todas las horas y medias marcadas puntualmente y con repetición por el carillón de la sala de estar de la casa de mis padres. En cuanto pude me levanté azuzado por el ruido de los petardos que explosionaba la chiquillería y tras el obligado aseo personal salí a la calle en busca de mis amigos. No quedaban demasiadas horas para la llegada de la noche y el trabajo que nos restaba por hacer era mucho.

De inmediato tras buscar el sitio exacto donde íbamos a plantar nuestra hoguera comenzó, como si de un desfile de hormigas se tratase, el trasiego de maderas, trastos viejos y cachivaches de todo tipo que habíamos ido amontonando en la carbonera de mi abuela. No nos olvidamos de pasar por el fabriquín de carpintería de don Juan, en la calle de Rubine, donde tanto él como su hijo Xanete nos permitieron acopiar una buena cantidad de recortes de madera y serrín que sirvieron para colocar como base de la pira para su mejor cremación.

 
Los Puentes visto desde nuestro "campamento"
 
Don Juan ha sido uno de esos hombres generosos que de forma cariñosa y desinteresada siempre estuvo dispuesto a colaborar con nosotros en los inicios de nuestras andanzas sanjuaneras. Uno de esos hombres para recordar y con quien la Comisión Promotora de las Hogueras mantiene una deuda de gratitud.

Tras concluir el traslado de la madera comenzamos a preparar la pira. Lo primero fue hincar en el suelo el palo mayor o central, eje de toda la hoguera, y una vez hecho esto fuimos distribuyendo la leña y trastos viejos a su alrededor hasta dejar presentada nuestra primera lumerada de San Juan ante la emocionada mirada de todos los que habíamos tomado parte en su gestación.

Quedaba un último detalle. Teníamos que rematar la hoguera de alguna manera y a falta de muñeco o pelele que colocar, José Mª Barcala, tristemente desparecido en fechas recientes, pensó en la posibilidad de quemar un viejo cañón de madera que tenía en su casa. Corrió a buscarlo y de inmediato lo aseguró al remate del palo mayor quedando situado en oblicuo con este. Pese a todo seguía faltando algo con que rematar realmente la pira. No puedo precisar a quien pero a alguien se le ocurrió colocar la cruceta que unía las patas de una vieja silla de mimbre que iba a ser quemada en la hoguera. De esta forma la imagen resultante evocaba a un cañón que defendía o protegía una cruz. El resultado final nos pareció muy estético y de esta guisa quedó lista la hoguera para ser quemada.

Durante toda la tarde y noche repartimos turnos de guardia para velar la hoguera en evitación de cualquier tipo de sorpresa y así aguardamos a que el nocturno se apoderase de la ciudad que se aprestaba ya para vivir una nueva noche de San Juan.

A la hora prevista, las doce en punto ya del día de San Juan, acompañados de nuestros padres y de algunos vecinos y curiosos, elevamos al cielo los tres globos de papel ante la expectación de la concurrencia que aplaudió el buen hacer de toda nuestra pandilla. Finalmente encendimos la hoguera y tras danzar a su alrededor lazados por nuestras manos aguardamos que las llamas perdiesen intensidad para iniciar los saltos rituales que culminamos con éxito. Luego, tras los abrazos de rigor para felicitarnos por la misión cumplida, regresamos a casa de la mano de nuestros padres soñando con nuevas noches de hogueras que ya se avecinaban próximas.

Recuerdo que yo me fui, además de con mis padres y mi hermano Calín, un chiquillo de cinco años, con José Mª Barcala y con Carlos Vallo y los padres de ambos. Durante el corto trayecto hasta el portal de mi casa no dejamos de hacer planes para la siguiente edición que, por alguna extraña razón, ya deseábamos empezar a preparar.

La cama nos acogió benévola y reparadora y el sueño nos sorprendió enseguida trasladándonos a un universo de proyectos en los que nuevas noches de San Juan brillaban con luz propia.

 
A la mañana siguiente José Mª Barcala, Carlitos Vallo y yo volvimos a la calle ancha de Paseo de Ronda para reflexionar alrededor de los rescoldos de nuestra primera hoguera y allí surgió lo inexplicable, en el medio de la cenizas, prácticamente intacta, se hallaba la cruz de mimbre que se había negado a arder. Nos miramos sorprendidos sin saber muy bien que decir ni que hacer y esa indecisión nos evitó guardar para la posteridad aquella cruz de mimbre que, por alguna razón que ignoramos y que está fuera de toda lógica, no quiso ser pasto de las llamas.

Aquella fue nuestra primera hoguera de San Juan y hoy, más de cincuenta años después, nuestra vocación sanjuanera lejos de decrecer se ha ido incrementando logrando que la fiesta se haya consolidado como la más importante de La Coruña. Tal vez aquella cruz que no ardió, a la postre tenga algo que ver en todo ello.

Tras nuestra primera Hoguera caló profundamente en todos nosotros la vocación pirománica y el dar culto al fuego cada noche de San Juan se convirtió en uno de nuestros objetivos, algo así como nuestra fecha anual por excelencia. Un día que decidimos pintar de rojo en el particular calendario de las vivencias de la pandilla.

El año transcurría entre estudios, en mi caso concreto con la sempiterna presencia albinegra, aunque la verdad no era a lo que más tiempo dedicábamos; los juegos de chapas, peonza, canicas, guerras con calles vecinas, interminables partidos de fútbol, marchas y campamentos juveniles dentro de la Organización Juvenil Española y, por supuesto, nuestros primeros idilios de adolescente soñando con la chiquilla de la capa azul y del cuello duro blanco que vivía calle abajo.

No es sencillo de imaginar lo difícil que me resultó, un febrero de un año que no recuerdo, mi primera declaración de amor a una de aquellas maravillosas chiquillas vestidas con uniforme colegial. 

No sé, tal vez fuese por San Valentín, incluso pudo haber sido el martes de un Carnaval cualquiera que agonizaba sin indulgencia, lo cierto es que tras pensarlo mil veces; tras haber escrito en la contraportada de varios libros, envuelto dentro de un corazón con flecha clavada y todo, el nombre de aquella chiquilla de mis sueños; después de haber demostrado ante su ventana mis buenas o malas artes futboleras; tras haber tanteado como pude las posibilidades que podría tener tras mi declaración; un día decidí acercarme a ella y contarle de mis desvelos. Su respuesta fue un no tan grande como la Torre de Hércules y fruto de aquella negativa caí sumido en una especie de melancolía que me postró en la cama. Sin duda el mal de los románticos, el mal de amores. Lo curioso es que ella, pese a todo, se sumió en el mismo mal, así que cuando nos recuperamos por fin obtuve su si que me supo a triunfo aunque fuese efímero pues aquella edad no daba para mucho más al menos en el terreno romántico.

Pero volvamos atrás en el tiempo; la Hoguera de 1963 sirvió para consolidar nuestra vocación hogueril y poco a poco el año lo fuimos dividiendo en dos grandes estaciones: “antes de Hogueras” y “después de Hogueras” a las que más tarde, pasado algún tiempo, se unió una tercera: “en Hogueras” que define justamente el espacio temporal que comprende el desarrollo de nuestro programa de actos. 

Poco a poco otros chiquillos se fueron incorporando a nuestra pandilla: José Luis Ramil; Luis Facal; Jesús Miña; Rincón; Rivas; José Miguel Fernández; José Francisco Freire y un largo etcétera que no solo haría interminable su relación sino que correría el grave riesgo de dejar a más de uno en el tintero; lo cierto es que todos ellos aportaron su grano de arena para mejor consolidar la tradición sanjuanera que ya nadie discutía.

 
La pandilla comenzó a estructurarse y alrededor de ese nexo de unión, constituido por la hoguera de San Juan, nació nuestro equipo de fútbol e incluso nuestro querido periódico “Lepanto” que tanto contribuyó a socializarnos. 

En 1963, manteniendo la ubicación del año anterior, quemamos nuestro primer pelele por llamarlo de alguna manera. Entre José Mª Barcala y Pepe Tomé construyeron un semáforo parodiando los muchos que aquella primavera estaban “creciendo” en las calles de La Coruña como si de un saldo se tratase. Por supuesto continuamos con nuestra costumbre de elevar un globo de mayores dimensiones que los del año precedente. Como novedad, en ese año, empezamos a recorrer los pisos de nuestra calle solicitando de los vecinos el aporte económico necesario para sacar adelante nuestra cita hogueril.

Todavía aquel año seguían ardiendo las mismas Hogueras que tradicionalmente se quemaban en nuestra zona. Los de Rey Abdullah con una espectacular bruja de enormes dimensiones construida en casa de los hermanos Tejerina; los de Maestro Mateo con su hoguera aburrida y triste como siempre al igual que la de nuestros vecinos de Paseo de Ronda o los de los Franciscanos en la cuesta que da acceso a la iglesia de San Francisco, todavía sin concluir su traslado por aquellas calendas; los Pereira en las rocas del medio de Riazor y como no, la magia por excelencia, de aquella hoguera de Calvo Sotelo, de la que tanto aprendimos, que, entre ruletas de fuego y fuegos de aire, quemó las más vistosas hogueras de toda La Coruña.

Con relación a esta hoguera señalar que probablemente en este año de 1963 quemó la que sería su última pira sanjuanera y lo hizo con un alarde de imaginación y saber hacer construyendo aquel simpático conjunto de figuras que hacían alusión al escándalo del alcohol metílico que aquel años había causado cincuenta y una muertes en toda España.

Y así continuamos, año tras año, quemando Hogueras cada noche de san Juan. En 1964, con la veteranía de dos años de continuada actividad sanjuanera, construimos un simpático guardia municipal con su salacot blanco, prenda cubrecabeza de uso aquellos años por el personal de este Cuerpo dedicado a dirigir el tráfico en la ciudad. No se nos ocurrió mejor idea, en un alarde de fantasía pirotécnica, que formar con varios petardos una especie de canana que, a modo de ceñidor y de trincha, rodease el cuerpo del muñeco en cuestión. Con mucho cuidado fuimos uniendo, por medio de un hilo, una larga retahíla de petardos de mediano tamaño con el fin de que con la combustión de la Hoguera causasen el efecto deseado. Sin embargo no fue así y la negligencia de los encargados de velar por la seguridad de la lumerada en las horas de la tarde del mismo día 23 permitió que se consumase un golpe de mano de una Hoguera próxima cuyos patrocinadores se encargaron de hurtarnos la preciada canana.

Los años fueron transcurriendo y cada vez la afluencia de público fue creciendo. De un lado la lamentable desaparición de las Hogueras vecinas y de otro el incremento de nuestra oferta a base de un sinfín de tracas y ruletas de fuego, amén del consabido globo de papel que siempre constituyó uno de los principales alicientes de nuestra Hoguera, contribuyeron, poco a poco, a convertirnos en la mejor Hoguera del contorno.

Quizás estigmatizados por nuestras noches de Hogueras o tal vez porque la inquietud y el querer hacer más había encontrado abono en nuestro espíritu, lo cierto es que por aquellos años acariciamos varios proyectos algunos de los cuales llegaron a convertirse en realidad.

 
Por ejemplo, llegadas las Navidades, José Mª Barcala, se encargaba de preparar, hecho en madera, un cartel con la leyenda “felicidades” que, cruzando la calle, colgábamos desde una ventana de mi casa y de otra de la de Ovidio García. Aquella iniciativa duró varios años y gracias a Dios jamás se la cayó encima de la cabeza de algún transeúnte lo que hubiera provocado algo más que explicaciones.

Más que explicaciones provocó, sin embargo, un episodio que puso de manifiesto que el Angel de la Guarda, mi querido Santo Patrón, está para algo. Sin duda nuestro sueño dorado era lograr que la noche de San Juan se quemase una buena sesión pirotécnica. Por nuestra parte, pese a lograr intensificar los donativos del vecindario, estos no daban para más allá que unas ruletas de fuego, algunas tracas y por supuesto nuestro globo de papel, así que no se nos ocurrió mejor idea que comenzar, con nuestros juegos de “cheminova”, a experimentar sobre artefactos pirotécnicos.
Plaza de Portugal, años 60
 
Una tarde, en casa de Barcala, confeccionamos un pequeño cohete que elevamos al cielo de Fernando Macías y que al parecer, según la versión de alguno – yo no tengo memoria de que así fuese -, había desprendido una luz de color azul. De ser eso cierto estábamos en el buen camino. Fue entonces cuando Ovidio García nos habló de su primo mayor, indicando que era personaje experimentado en el arte de la pirotecnia. A él recurrimos y, bajo su dirección, con una caña de escoba confeccionamos un cohete de una potencia y carga diez veces superior a la del prototipo “made in” Barcala. Le pusimos una mecha y nos dispusimos a elevarlo al cielo una tarde de verano delante del actual número 11 de Fernando Macías.

La verdad no abundaron los voluntarios para probar aquel artefacto y tan solo los hermanos Manolín y Luisín se atrevieron a elevar el cohete en cuestión. Así fue y tras varias intentonas frustradas por fin logramos encender la mecha de mechero que habíamos dispuesto. Lo que vino a continuación da casi miedo contarlo. Se produjo una imponente deflagración que levantó la acera y a parte de nosotros nos echó al suelo con la onda expansiva. Ni que decir tiene que la humareda fue monumental y por fin de entre ella, como salidos del infierno, tiznados de negro como en los dibujos animados, salieron Manolín y Luisín sin daño alguno aunque con una llantina que hizo época. Por nuestra parte procedimos a disolvernos a la carrera pues ya sospechábamos la que se nos venía encima.

Yo, por mi parte, me fui a esconder a casa de Ovidio García con la promesa de no regresar a mi casa bajo pretexto alguno. Finalmente, a eso de las nueve de la noche, mi padre me vino a sacar de mi escondrijo devolviéndome a casa donde, tras la regañina correspondiente, pasé arrestado y por supuesto el juego de “cheminova” desapareció para siempre de mi elenco de juguetes.

Carlos Vallo, que todo lo sabe y todo lo supo siempre, cuenta que efectivos del entonces Cuerpo General de Policía hicieron pesquisas, en nuestra calle y aledañas, por si se tratase de alguna acción terrorista.

 
Por supuesto que no solo nos afanábamos en hacer cohetería, hubo muchas más ideas que pusimos en práctica. Recuerdo otra que me hace sonreír cada vez que me vuelve a la cabeza. Si mi pandilla tuvo dos claras vocaciones y una de ellas fue la de quemar hogueras la noche de San Juan, la otra, no menos cultivada con idéntica asiduidad, fue la de rondar a las chiquillas de la capa azul y cuello duro blanco de la Compañía de María que tantas y tantas noches nos dejaron sin sueño. 

Pues bien, he aquí que uno de aquellos veranos interminables e inolvidables, nos adelantamos al tiempo y elegimos a la que, a la postre, sería la precursora de la figura de la Meiga Mayor: la Reina de las Fiestas de Fernando Macías.

Ignoro el motivo pero asociado sin duda al hecho de que San Juan quedaba aun lejos, aquel verano decidimos celebrar fiestas en nuestra calle. Sin pensarlo hicimos un programa que incluía una competición de atletismo (carreras callejeras alrededor de la manzana o a lo largo de la calle); una representación de títeres en un portal (yo era Proel titerero de la OJE y encima tenía mis propios títeres); una exposición de monedas en casa de mi abuela (las monedas eran de una pequeña colección que yo mismo poseía) y, como no, la elección de la Reina de las Fiestas.

 
Tal dudoso honor recayó en un chiquilla de nuestra pandilla de nombre Gosi, la cual fue coronada (con corona hecha en papel) en el portal nº 15 de Fernando Macías, la casa donde vivían más componentes de la pandilla (nada menos que tres) y luego, a modo de cabalgata, fue paseada por nuestra calle en una carretilla, cedida gentilmente por nuestro buen amigo Manolo Gómez Quiroga, propietario de mantequerías Galicia y abuelo de una hermosa chiquilla, Pilar, que, con el paso de los años, llegaría a ser Meiga Mayor Infantil, rodeada de unos maceros de fortuna vestidos con una especie de dalmática hecha con papel de envolver comprado en la quincalla “El Expres” que regentaba nuestro amigo Pepe Castro.

En 1966, año mágico en lo que a idilios juveniles se refiere, aquel mismo en que Los Bravos con su “Black is Black” ocuparon el nº 1 en todas las listas del mundo de la música, nuestra Hoguera cambió por vez primera de ubicación. Tal vez motivado por el hecho de que la otra hoguera que ardía en Paseo de Ronda dejó de quemarse o porque la afluencia de público ya se había hecho más que notable, el caso fue que decidimos trasladarnos al centro de la calle ancha de Paseo de Ronda abandonando nuestra tradicional localización frente a la Central telefónica de Riazor.

Aquel año de tantas evocaciones románticas al lado de nuestras chiquillas de uniforme colegial decidimos rematar la Hoguera con la figura esquematizada de “El Santo”, aquel personaje de serie televisiva que hacía estragos por aquellos años encarnado por el actor británico Roger Moore, que tan buenos ratos nos haría pasar con sus interpretaciones como James Bond, el agente 007.

 
Pues bien, José Mª Barcala, construyó aquella figura en el portal de casa de mi abuela que quedó lista pocos días antes del 23. Sin embargo sucedió algo que a punto estuvo de echar al traste aquella noche de Hogueras.

En este año de 1966 se disputó el Campeonato del Mundo de Fútbol de Inglaterra para el que nuestra Selección estaba clasificada. Uno de los partidos de preparación que había convenido la Real Federación Española de Fútbol fue contra el combinado de Uruguay, fijando el encuentro para la tarde del 23 de junio en el Estadio Municipal de Riazor.

 
Calvo Sotelo, antes Paseo de Ronda, aquí hicimos nuestra primera Hoguera en 1962
 
Aquello suponía un enorme hándicap para nosotros ya que las prohibiciones municipales respeto a plantar Hogueras en zona asfaltada (Paseo de Roda acababa de estrenar asfalto) provocaban que la Guardia Municipal se encargase de desmontar, con apoyo de los Bomberos del diligente Capataz Paz, aquellas lumeradas que infringiesen esta norma. Ni que decir tiene que con ocasión de cualquier encuentro en Riazor y máxime en uno que jugase España, la afluencia de municipales para dirigir el tráfico era notable, colocándose uno precisamente en el cruce de Fernando Macías con Paseo de Ronda.

Tras debatir sobre el problema en cuestión decidimos posponer la “plantá” para después del partido, supongo que poco antes de las diez de la noche y así fue, tras enterarnos con cierta tristeza del empate de España a unos, y en cuanto el último municipal desapareció de la escena, comenzó a surgir una riada de chavales que, en un abrir y cerrar de ojos, montaron la Hoguera rematada por el Santo que ardió a las doce de la noche como estaba previsto, granjeándonos un nuevo éxito en nuestro periplo sanjuanero. 

Como no podía ser de otra manera, la combustión de aquella hoguera provocó que una parte del recién estrenado cementado de la calle saltase por los aires, dejando, en el firme, unas huellas indelebles de aquella noche de San Juan, huellas que pervivieron durante muchos años.

 
Y así fueron transcurriendo aquellos maravillosos ocho años que mediaron entre 1962 y 1970 en los que, poco a poco, fuimos acrecentando nuestra clara vocación sanjuanera. Al grupo se fueron acoplando otros nombres como los hermanos Piñeiro, mi hermano Calín y toda su pandilla y mientras La Coruña asistía al ocaso de la noche de las Hogueras, nosotros nos afanábamos en mejorar la nuestra que cada vez concitaba más público.

En 1968 comenzamos una campaña para mejorar la captación de fondos entre el vecindario. Todo fue idea de los hermanos Piñeiro Pueyo a quienes se les ocurrió confeccionar una octavilla invitando a nuestros vecinos a la noche de San Juan a la vez que solicitábamos su donativo. Aquel ¡contamos con Vd.! parafraseando al ¡contamos contigo!, eslogan deportivo en boga en aquel momento, surtió el efecto deseado y los donativos se incrementaron mejorando la oferta pirotécnica y adquiriendo los primeros cohetes voladores en el viejo “Arca de Noe”. 

Son muchos los recuerdos que siguen vivos de aquellos maravillosos años de los comienzos, algunos creo que no se borrarán jamás, como tampoco se borrarán las miles de anécdotas que rodearon todas nuestras vivencias sanjuaneras y, por supuesto, los quebraderos de cabeza y preocupaciones dimanantes de la organización de cada Noite da Queima.

 
Uno de los problemas que más quebraderos de cabeza nos provocaba, año tras año, era la búsqueda del lugar idóneo para el almacenaje de la madera que iba a ser consumida en la siguiente hoguera. Horas de debate hasta conseguir la ubicación perfecta y luego juramentarnos para mantener el secreto como el arcano mejor guardado.

Ya desde finales de mayo, cuando las tardes tibias y azuladas se sentaban frente a nosotros, cuando de lejos percibíamos el claro aroma que hacía presagiar el inminente final del colegio mezclado con aquel olor que nos comenzaba a evocar un nuevo San Juan, nos afanábamos en buscar cualquier lugar que, por recóndito o seguro, pudiese ser utilizado como eventual enclave para la custodia de la madera y trastos viejos, bien que recibíamos como donación de algún vecino, bien que sustraíamos en cualquier obra próxima y que deberíamos celar, en evitación de sernos arrebatados por la gente de una hoguera vecina, hasta la noche de San Juan.

 
Fueron muchos y muy pintorescos los espacios elegidos para cumplir fielmente esta tarea ocultadora. Se trataba, en cada caso, de hallar un sitio discreto, próximo a nosotros, de no muy difícil acceso y capaz de guardar una considerable cantidad de maderos y trastos viejos.

Hay que tener en cuenta que las operaciones de acopio de material combustible comenzaban, como queda dicho, en la primera semana de junio o quizás antes, y se intensificaban a partir del día 15 cuando ya alcanzaban un ritmo frenético hasta la tarde del día 23 en que se remataban los trabajos de instalación de la gran hoguera.

Si ahora hago un ejercicio de recuperación de memoria puedo recordar, además de la buhardilla de la casa de mi abuela, a la que antes me referí, que durante los primeros años de nuestra aventura sanjuanera soportó las incomodidades de nuestras carreras infantiles así como algún que otro rito iniciático en el arte de la vida del que la caballerosidad me impide hablar, las escaleras del deshabitado ático de mi propia casa que sirvieron, rodeados del mayor de los secretos, como lugar de custodia del elemento combustible en más de una edición. 

Es curioso que pasados los años nos vimos en la necesidad de abandonar aquel escondrijo porque el ático fue habitado por la familia de nuestro buen amigo y ex miembro de la Junta Directiva de la Comisión, José González Montes, el popular “Pepito”. 
 
Tras aquel forzado abandono nos mudamos a una parcela situada en el viejo camino de los Puentes, nuestro particular refugio de fantasmas, próximo a un pequeño enclave entre matorrales que denominábamos “campamento” donde tantas y tantas noches pasamos en comunión de secretos hablando de lo divino y de lo humano, de todo aquello que considerábamos trascendente. Durante años la madera se amontonó allí y también allí, en las noches previas a San Juan, el incombustible “Sertucha” – jamás supe de donde le venía aquel apodo – se encargó de velar, en vigilia fervorosa y segura, para evitar cualquier sorpresa a modo de golpe de mano de las hogueras vecinas. Sertucha se mantenía en su vigilancia hasta bien entrada la madrugada, compatibilizando el ejercicio de la labor vigilante en su puesto con la degustación de algún que otro traguito de aquel brandy “Terry Junior” que gentilmente le “donaba” el alma caritativa de Manolo, propietario, como hemos dicho, de "Mantequerías Galicia"·

La "donación" a la que me refiero consistía en que el antedicho "Sertucha" se colaba de forma subrepticia en el almacén que Manolo poseía en su bar, "El Pincho", de muchas evocaciones hogueriles, y afanaba una botella de aquel brandy que luego servía para hacerle más llevadera la larga vigilia.

Finalmente, aquella parcela se urbanizó y no nos quedó más remedio que buscar otra ubicación para esconder la madera sanjuanera en las fechas previas a su quema en la noche del alto junio.

Fue entonces cuando elegimos el solar que hoy ocupa el inmueble número 22 de la calle Fernando Macías. Allí, entre sus matorrales, vigilada por mi propia casa, se ocultó la madera durante algunos años.

Día a día, se iban depositando tablones, puntales, cajas de madera, cartones y todo aquello susceptible de ser quemado en la noche de San Juan. Largas filas de chavales peregrinaban hasta aquel solar para depositar su botín y prepararlo para la quema mientras otros vigilaban los accesos al vallado solar. Finalmente, en la mañana del 23 de junio comenzaba el trasiego de todo aquel material a Paseo de Ronda o a Calvo Sotelo, a partir de 1971, donde se iba construyendo la gran pira.

En alguna ocasión, cuando el botín obtenido se antojaba como insuficiente para ofrecer un espectáculo ígneo de la necesaria envergadura, en los últimos momentos se arrancaba la valla que protegía el solar y toda ella era quemada en la hoguera entre el regocijo de propios y extraños, en holocausto a un nuevo solsticio veraniego, haciendo buena la máxima de que todo lo que pueda quemarse tiene que arder en la Hoguera de San Juan.

 
En este sentido recuerdo una anécdota que todavía me hace sonreír cada vez que la traigo a la memoria o que mi hermano Calín me la refiere. Por aquellos días existía una pequeña tienda de alimentación en una de las esquinas de nuestra calle y cada vez que llegaba San Juan solicitábamos de su propietario la cesión de una pequeña carretilla para apoyar el traslado de los maderos y trastos a la zona de ubicación de la hoguera. El bueno de aquel tendero, Constantino de nombre, nos la cedía amablemente y a la conclusión de la jornada del 23 se le reintegraba sana y salva.
 
Pero he aquí que un año, uno de los más pequeños de la pandilla interrogó a José Luis Ramil sobre que hacer con la carretilla al concluir el traslado de la madera. Este, lejos de inmutarse, miró para el chiquillo y preguntó:

- ¿Esto arde?

El pequeño asintió con la cabeza ya que una buena parte de la carretilla era de madera, a lo que Ramil replicó de forma displicente, apoyando sus palabras con un gesto más que elocuente.

- Pues si arde, ¡al fuego!

Y así fue como se quemó aquella carretilla y tras el consabido y natural cabreo del célebre Constantino perdimos para siempre un apoyo logístico tan necesario para las tareas de traslado del elemento combustible.

Y por fin llegó 1970...

José Eugenio Fernández Barallobre.