Todas las ciudades poseen esos rincones íntimos, conocidos sólo por propios, que ocultan las claves secretas para mejor conocer el espacio vital donde se desarrolla la vida de cada uno. Son lugares que permanecen inalterables pese a que el tiempo va transcurriendo veloz y cada vez que alguien pronuncia su nombre menos conocido nos devuelve un torrente de recuerdos imposibles de olvidar.
La Coruña, nuestra querida Marineda, no es ajena a ello y quien conoce la ciudad, quien ha tenido la dicha de nacer en ella o de vivir largo tiempo entre sus imaginarios muros, conoce esos rincones por esos nombres que les han dado las gentes y que no figuran en callejero alguno.
Así por ejemplo, los jardines de Méndez Núñez se convierten, por el decir popular, en los jardines de “el Relleno”, con su estanque de los peces; de igual modo que la pista de cemento que se extiende cerca de la Rosaleda se le conoce, al menos así la conocíamos en aquellos años 60, como “la Carrera”.
Para los que vivíamos por Fernando Macías y sus alrededores, en pleno Ensanche coruñés, nombres como “Miramar”, la “Coraza” o el “callejón de Amadora” adquirían singular significado a la hora de nuestras largas y transcendentales conversaciones.
Al igual que en el ejemplo anterior ninguno de estos nombres aparecen en los callejeros de la ciudad, sin embargo si hablábamos de “Miramar” y su rotonda, todos sabíamos que nos estábamos refiriendo al final de la Playa de Riazor, justo al pie del Colegio de las Esclavas. Un nombre, este de “Miramar”, con que fue bautizado aquel paseo en los inicios del pasado siglo.
La “Coraza”, baluarte defensivo que separa las playas de Riazor y Orzán, formaba parte del sistema defensivo de la Pescadería, apoyándose en el fuerte de Malvecín o Batería de Salvas, próximo a la actual Comandancia de Marina, y este del Caramanchón o de San Carlos que los coruñeses popularmente conocemos como la “Coraza”.
El “callejón de Amadora”, de tantas evocaciones y recuerdos, estaba ubicado en la Avda. de Finisterre y a través de él se alcanzaba el lugar de “Cristales” y la calle Pérez Cepeda que, con anterioridad, se denominó calle “C”. Aquel angosto callejón, bautizado así en honor a una anciana que colocaba, justo en su confluencia con la citada Avda. de Finisterre, un pequeño puesto de fortuna donde vendía golosinas, tabaco suelto e incluso aquellos extraños frutos denominados “perucos” que jamás fui capaz de encontrar en otro lugar, forma hoy parte de la mencionada calle José Luís Pérez Cepeda y constituyó, en aquellos años, un lugar predilecto de juegos y correrías.
Un poco más arriba, siguiendo el trazado de la calle Ciudad de Lugo, nos topamos con otro nombre de todos conocido “La Cantera”, y no se trata de hacer alusión al simpático establecimiento expendedor de vinos bercianos que regentó hasta hace poco tiempo mi buen amigo Pepín, si no de la vieja cantera, al pie del monte de Santa Margarita, donde tantas y tantas veces jugamos interminables partidos de fútbol por estar ocupados los campos de los “Puentes”, otro enclave con magia y ávido de recuerdos imborrables.
Si continuamos nuestro paseo por las calles de la vieja Marineda nos topamos, cerca ya de los muros de la Ciudad Alta o Vieja, como gustamos llamarle aquí, con las “escaleras del Derribo” que en los callejeros aparecen con el nombre de Marqués de Cerralbo en recuerdo y homenaje al que fuera Capitán General de Galicia en 1589, cuando el asedio de Drake a la ciudad y la heroica y bizarra defensa de María Pita junto al resto de los coruñeses.
“Vivía en las escaleras del Derribo”, “jugábamos en las escaleras del Derribo”, frases que todavía hoy podemos escuchar en la voz de alguno de los veteranos nacidos o criados en la Ciudad Vieja y que nos devuelven a los recuerdos más entrañables de momentos vividos con plena intensidad.
Mi madre, coruñesa de nacimiento y de vocación, me hablaba del “jardín Botánico” en alusión al Jardín de San Carlos, la vieja fortaleza que quedó destruida por una explosión en pleno siglo XVII (3 de abril de 1658); de igual modo, a mi abuela materna, todavía le escuché llamar “la puerta de la Torre” al inicio de la calle de San Andrés, en recuerdo a la Puerta de la Torre de Arriba, una de las que se abría en las llamadas Murallas de Pescadería.
Sin duda el amable lector recordará muchos otros lugares, aquí no contemplados, que conservan, en el imaginario popular, otros nombres distintos a los oficiales. Yo, por si acaso, he recordado los que conozco en esta especie de lento paseo de la Carrera al Relleno pasando por el callejón de Amadora.
Eugenio Fernández Barallobre.