Todavía me parece que fue ayer cuando definitivamente la firma coruñesa “Fernández, Vedmar y Cia. S.L.”, el comercio de mi padre, cerró sus puertas en la coruñesa plaza de Pontevedra. Aquel día fue, un poco, como si una página de mi propia vida se hubiese cerrado para siempre.
Aún tengo frescos en mi memoria los primeros recuerdos que conservo sobre aquel comercio situado en la acera de la Plaza de Pontevedra más próxima a la cercana calle de Alfredo Vicenti. Un gran comercio-almacén de paquetería, con sus secciones de “mayor” y “detall” que limitaba, con alguna casa entre medias, de un lado con las viejas instalaciones de FENOSA y de otro con el almacén de material de construcción de “Insua y Vizoso”.
En su fachada, como si de un frontón se tratase, el rótulo en neón “Fernández, Vedmar y Cia. S.L.” campeaba guiñando su ojo cada vez que la noche despertaba de su sueño vespertino. Recuerdo que alguien me contó que aquel rótulo de neón fue el primero de sus características instalado en La Coruña, en plena década de los 40, cuando se inauguró el comercio.
Sus dos puertas de acceso, una al despacho de venta al por mayor y la otra al de venta al detalle, daban paso a una amplia instalación en la que se apilaban cajas y cajas conteniendo referencias de todo tipo, desde camisetas y batas, hasta zapatillas y pasta de dientes; cientos de artículos que se amontonaban tanto en las instalaciones de la plaza de Pontevedra como en las no menos amplias de la calle de Cordelería donde abría sus puertas un almacén anejo.
Pero si la parte de venta al por mayor presentaba un aspecto de almacén, no sucedía lo mismo con la zona dedicada a la venta al detall con sus dos grandes escaparates y tres enormes mostradores de buena madera de color marrón, uno de los cuales lo ocupaba, casi por entero, “el cortador”, un catalán – Dordal de apellido - que jamás perdió su acento, que cortaba y confeccionaba camisas a la medida. Junto a él, tres o cuatro dependientas atendían aquella sección del comercio.
Mi padre y su socio, Paco Vedmar, se dedicaban fundamentalmente a la oficina y a la zona de almacén y venta al por mayor, donde varios empleados, mozos y niños de recados, se afanaban en preparar los envíos a los comercios de los pueblos que previamente eran visitados por los cuatro o cinco viajantes de poseía la firma comercial paterna.
Recuerdo perfectamente aquella flota de “balillas” de color negro, llenos de enormes cubetas de color marrón, en los que se desplazaban los viajantes que se repartían la provincia enseñando muestrarios y recogiendo abundantes pedidos de compra. Realmente fue una lástima haberse deshecho de aquellos veteranos vehículos como lo fue también del Citroen deportivo, de color rojo, propiedad de mi padre, que hoy sería la envidia de coleccionistas y aficionados al mundo del motor.
Solía frecuentar el comercio de mi padre donde era bien recibido por los empleados, al menos esa sensación tenía yo y creo que realmente así era, no tanto por mí mismo cuanto por el carisma de mi padre, un hombre bueno que siempre se hizo querer y respetar por sus subordinados. En mis visitas no dejaba de recorrer todas las estancias, desde la tienda y almacén, jugando al escondite entre las cajas, hasta la oficina atendida por dos solicitas empleadas que preparaban facturas y más facturas en aquellas viejas máquinas de escribir con las que tantas horas jugué, estorbando el normal desarrollo del trabajo de aquellas chicas.
De la mano de mi querida madre y acompañado de mi hermano Calín, cada atardecer, al regresar a casa tras la visita obligada a mi abuela materna, en su domicilio de la Avenida de Rubine, hacíamos la parada en el comercio de papá, además de para darle un beso y decirle que no tardase en venir a casa, para poder internarme entre las enormes cajas tratando de descubrir, a la postre, alguno de los múltiples secretos que a mi calenturienta mente infantil se le antojaba ocultos en cualquier recoveco de aquellos largos pasillos llenos de estanterías.
Son muchos los recuerdos que todavía conservo de aquel viejo comercio, uno de los tradicionales de Marineda, sin embargo, algunos de ellos están mucho más frescos que otros. Nombres como Emilito, Víctor, los hombres de “borraxia”, Fariña, Ezequiel, Vidal, Macuca, Doldán, Juan, Alfonso, José… me devuelven rostros que se confunden con otros ya casi perdidos en la nebulosa del olvido. Supongo que la gran mayoría ya no están con nosotros, pero seguro que sí estarán despachando, cortando o empaquetando en alguno de los múltiples comercios que hay en los cielos.
Un significado especial para mí tenían las fechas previas a la Navidad. Las chicas del comercio eran las encargadas de adornar, con mimo, los dos grandes escaparates de la tienda colgando enormes bolas multicolores sujetas con largas tiras de espumillón y los consabidos carteles de “Feliz Navidad”.
La tarde de Nochebuena, mi tío Pepe Torres y mi primo Carlos recogían a mi padre en el comercio y juntos se dirigían a casa de mi abuela materna donde celebrábamos, todos juntos, alrededor de la progenitora de mi madre, la cena conmemorativa del nacimiento del Hijo de Dios. Luego, tras la Nochevieja, venían esos días de transición hasta la noche de la ilusión por excelencia, la gran noche de Reyes, en que el comercio cerraba sus puertas cada día más tarde hasta la noche del 5 de enero en que permanecía abierto hasta las 12 lo que obligaba a que, de algún ultramarinos cercano, sirviesen grandes bandejas de embutidos y cerveza que mi padre y su socio ofrecían de cena a los empleados.
Un día, aquel viejo caserón donde estaba ubicado el comercio, se demolió y pese a la promesa de regresar una vez la nueva edificación estuviese terminada, “Fernández, Vedmar y Cia. S.L.” se trasladó a otro punto de la plaza de Pontevedra y jamás retornó a su emplazamiento inicial. Desde aquel momento ya nada volvió a ser lo mismo.
Poco a poco, por mor del cambio de costumbres o por lo que fuese, el comercio comenzó a languidecer pese a los esfuerzos de mi padre por mantenerlo abierto hasta bien pasada su jubilación y así, un día, cerró definitivamente sus puertas guardando para siempre aquellos misterios que yo jamás llegué a descubrir, ocultos entre cajas y estanterías de madera.
Recuerdo que al poco de cumplir los dieciocho años quise ponerme a trabajar con mi padre con el fin de algún día poder llevar el negocio familiar; por supuesto, papá, en una sabia decisión que le agradeceré siempre, me lo desaconsejó haciendo que, finalmente, desistiese de la idea.
Pasados los años, todavía mi hijo Diego, siguió emulándome jugando entre las cajas del almacén de su abuelo, escondiéndose en sus estanterías o volviendo la cabeza loca a alguna de sus empleadas.
De una forma u otra, en mí ha quedado un hermoso recuerdo de aquel comercio en el que, en un alarde de imaginación, un día se encendió el primer rótulo de multicolor neón de nuestra querida Marineda y en el que yo pasé muy buenos momentos en los maravillosos años de mi infancia y mi juventud.
Con mi mejor y más cariñoso recuerdo para “Fernández, Vedmar y Cia. S.L.”.
José Eugenio Fernández Barallobre.