sábado, 16 de diciembre de 2017

El Belén familiar

No puedo recordar en qué momento de mi vida miré, por primera vez, con ojos tintineantes llenos de infantil ingenuidad el Nacimiento que, con cariño y ternura, instalaba mi madre en las fechas próximas a la Navidad.


Recuerdo, eso sí, que se instalaba en la "Sala de atrás" de casa de mi abuela materna, en plena avenida de Rubine, por ser allí donde celebrábamos, en familia, los días centrales de las fiestas navideñas.

El Belén familiar

Mi madre, acompañada de mi prima Tere, se afanaban, desde días antes, en prepararlo todo para instalar el Belén que presidiría las fechas más destacadas de la Navidad. Lo instalaban sobre una gran mesa de madera de color caoba que cubrían primero con papel de periódico y sobre él una capa de musgo y arena para delimitar el desierto, los caminos y la zona de verde campiña donde cobrarían vida las diferentes figuras de barro que formaban el diorama belenístico.

Tampoco puedo precisar en qué fechas comenzaba la instalación aunque creo recordar por algunos detalles que rondaba el día 20 de diciembre y no mucho antes como ya se ha convertido en costumbre actualmente.

De diferentes cajas de zapatos y envueltas en papel de periódico, perfectamente conservadas, iban saliendo una a una, como despertando de un gran letargo, cada una de las figuritas de barro que recrearían durante unos días las principales escenas del nacimiento del Niño Dios y darían vida al ámbito espacial donde tuvo lugar el gran Misterio.

Además del Misterio y los Reyes Magos, pastores, adoradores, mujeres con cántaros, la castañera, soldados, lavanderas, conejos, gallinas, gatos, cerdos, bueyes, camellos... Todo un universo de personajes, unos humanos y otros animales, que se convertirían en testigos de excepción del hecho más trascendental de la humanidad. 

También, de otras cajas de mayor tamaño surgían, junto al Portal de Belén, el castillo del sátrapa Herodes, el puente, el molino, el pozo y casitas de todo tipo y tamaño, todas ellas de corcho, al igual que aquellos grandes trozos del mismo material que darían forma a las montañas, que contribuirían a dar vida al decorado.

Por otra parte, de otra vieja caja, salía una larga cadena de bombillas, algunas de colores, que, a la postre sería lo primero en ser instalado tras la colocación del musgo y de la arena. 

Al final, con todos los elementos a la vista comenzaba el montaje. Una a una todas las escenas iban cobrando vida. La anunciación del Angel a los pastores; el pescador con su caña situado sobre un pequeño altozano que dominaba el río hecho a base de papel de plata donde también lavaban su ropa varias mujeres; aldeanas hablando cerca del pozo; los vecinos a las puertas de sus casas; los labradores trabajando la tierra; el castillo de Herodes con su soldadesca, quedando para el final, cuando ya todo estaba perfectamente instalado, la colocación del Portal y en su interior las figuras que componen tradicionalmente el Misterio.

Yo miraba con mucha atención, ensimismado, aquel delicado trabajo de instalación, incluso trataba de colaborar aunque a veces el resultado no fuese el esperado cayéndome una figurita al suelo que, por la magia de mi mala maña, quedaba circunstancialmente manca o descabezada, haciéndose necesario su inmediato traslado a esa especie de hospital de figuritas donde el pegamento imedio sustituía, coyunturalmente, al bisturí y por el arte del bien hacer y el cuidado materno el personaje de turno era curado de sus males y restituido al lugar que ocupaba en aquella demostración de ingeniosa arquitectura.

Por supuesto que con anterioridad existían unos prolegómenos a todo el montaje. Tal vez el primero de ellos fuese buscar el musgo necesario que cubriría una buena parte de todas las escenas. Para ello, o bien se adquiría el sintético que vendían en diferentes establecimientos de la ciudad, o bien se compraba natural en algún puesto de la plaza dedicado a venta de flores y otros productos vegetales de carácter ornamental. Incluso quedaba la alternativa de echarse al monte a buscarlo y una vez recogido en cantidad necesaria dejarlo al aire para que comenzase a secarse una vez eliminados convenientemente todos los bichos que en él habitaban.

La arena resultaba, a la postre, lo más sencillo de todo. Provistos de un cubo, en unión de mi madre y de mi prima Tere, nos acercábamos a la vecina Riazor y allí hacíamos acopio de este material tan necesario para el fin previsto.

Sin embargo, con ser dos momentos importantes en la gestación de nuestro Nacimiento casero, sin duda el que merecía toda mi atención era el de adquirir alguna nueva pieza para el Belén. Para ello, de la mano, siempre cariñosa, de mi madre nos íbamos en busca de la codiciada pieza. Establecimientos como La Poesía, Porto, la Cerería de San Nicolás o incluso una pequeña papelería habida en la Avenida de Finisterre, entre las calles de Alfredo Vicenti y Fernando Macías, eran buenos puntos de destino para la ejecución de esta operación que se repetía año tras año.

¡Mamá, esta no la tenemos! o ¡fíjate aquel pastor, quedaría muy bien delante del molino!, eran cantinelas que, a modo de pesado soniquete, repetíamos de forma incesante nada más traspasar el umbral de la puerta del comercio de turno y que, en la mayoría de los casos, obtenían la respuesta esperada.

Finalmente, alrededor del día 20 de diciembre, el Nacimiento, como nos gustaba de llamarle, quedaba instalado y listo para ser inaugurado oficialmente, encendiendo sus tiras de bombillas, antes de la cena de Nochebuena donde nos reuníamos, alrededor de mi abuela materna, sus hijas, sus nietos e incluso algún amigo venido de lejos que estaba solo en noche tan señalada.

A la conclusión de la cena, incluso antes de su inicio, mi prima Tere y yo nos desgañitábamos cantando Villancicos ante la tierna imagen del Niño Dios sobre su cuna de paja. Los dos sabíamos que allí estaba la representación simbólica, la verdadera esencia, de la Navidad.

También, a partir de esa noche, los tres personajes más mágicos y misteriosos de toda la trama, SS.MM. los Reyes Magos, emprendían su lento peregrinar hasta el Portal para postrarse, respetuosos, ante el Hijo de Dios hecho hombre. Cada año aquel camino que, por obvias interesadas razones, deseábamos que concluyese cuanto antes se nos antojaba más largo e interminable dándonos la sensación que el tan deseado día 6 de enero no iba a llegar nunca. 

Además de Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes eran fechas en las que toda la familia acudíamos a cada de la abuela y allí, rodeando nuestro Belén familiar celebrábamos las entrañables fiestas que conmemoran el nacimiento del Hijo de Dios.

Luego, el día 7 de enero, tras la algarabía de la mañana anterior al abrir los paquetes con los regalos dejados al pie del Nacimiento por SS.MM. los Reyes Magos, comenzaba el desmontaje del Belén. De nuevo en cada caja, envueltos en papel de periódico, se guardaba toda aquella pléyade de pastores, lavanderas, soldados, adoradores, animalitos, casas de corcho, fuentes, pozos y castillos. Todo retornaba, como si de un universo inanimado se tratase, a ocupar su lugar en el fondo de la habitación donde, perfectamente apiladas las cajas, tenían que aguardar al próximo 20 de diciembre para retornar a la vida alrededor del pesebre donde una mágica Nochebuena de hace más de 2.000 años nació el Niño Dios. 

Con el paso de los años y la marcha de este mundo de mi abuela materna, nuestro Belén familiar se trasladó a nuestra casa donde cada año entre mi madre, mi hermano y yo lo instalábamos con igual mimo y cuidado en algún lugar destacado para presidir la Navidad.

Aquella costumbre me la llevé conmigo al dejar mi casa familiar y traté de enseñársela a mi hijo. Hoy, pasados tantos años, cada vez que llega el puente de la Inmaculada, ayudado por mi mujer, el salón de nuestra casa sufre una mutación para poder instalar nuestro Nacimiento donde confluyen figuritas algunas de ellas una venerables ancianas con más de ochenta años de vida a sus espaldas pero que siguen fieles a su cita para recrear la venida al mundo de nuestro Salvador.

José Eugenio Fernández Barallobre.