Ya ha pasado mucho tiempo, sin embargo todavía conservo fresco en mi memoria el recuerdo de aquellas tardes de asalto juvenil en la pista del viejo “Leirón” que el Sporting Club Casino poseía en la calle de Juan Flórez, conocida popularmente en nuestra ciudad por el sobrenombre del Camino Nuevo.
El “Leirón”, el querido parque del Casino, era, sin duda alguna, en la década de los 60 - su cierre definitivo se produjo en 1968 -, el lugar con más glamur de toda Marineda.
La pista central de El Leirón |
Cada vez que llegaba el verano, sus verbenas nocturnas, con las mejores atracciones musicales del momento, se convertían en punto de encuentro y cita de la mejor sociedad coruñesa y de muchos forasteros que disfrutaban de las jornadas estivales en nuestra ciudad.
Aquellas verbenas, conocidas a lo largo y ancho de España y muy especialmente en Madrid, concitaban la presencia de hermosas mujeres, elegantemente vestidas, que concurrían al viejo parque para vivir inolvidables noches de verano en un ambiente teñido con las multicolores luces de luminosos arcos y con los tenues reflejos de una hermosa luna coruñesa que salía a pasear las calles de Marineda.
Para los que por aquellos años no habíamos cumplido los dieciocho años aquellas verbenas se nos antojaban como algo lejano e inasequible ya que se nos tenía vedado el acceso; sin embargo sí podíamos concurrir a los “asaltos” que se celebraban en las tardes de los miércoles de agosto y donde nos encontrábamos los unos con las otras jugando a emular a aquellos que, desprovistos ya de ropajes juveniles, se adentraban en la madurez.
Aquellos asaltos veraniegos poseían una especie de liturgia propia. En primer lugar había que mirar al cielo aguardando que un montón de incómodas e inesperadas nubes no diesen al traste con nuestras expectativas; de ahí a la pizarra que se colocaba cada miércoles en el exterior de las viejas casas del Casino de la calle Real donde se anunciaba el asalto vespertino.
Una vez en casa, concluida la comida, comenzaban las llamadas telefónicas a los amigos más íntimos para saber quiénes acudirían aquella tarde al “Leirón”. Concertada la cita, aprovechábamos para tratar de saber la identidad de las chiquillas que asistirían por la tarde al asalto. El tiempo parecía no querer deslizarse y la espera se tornaba interminable.
Impresionante aspecto de una verbena veraniega en El Leirón |
Una ducha con agua tibia, para sacarnos la salitre con la que el baño matinal había empapado nuestros poros, daba paso al acicalamiento personal consistente en un nuevo baño, esta vez con la colonia paterna, que dejaba temblando el frasco de olorosa esencia, ante la consabida y posterior indignación de nuestro progenitor.
Luego, durante un buen rato, rompíamos la cabeza de nuestra madre intentando que nos asesorase sobre cual camisa y cual corbata combinaba mejor con nuestro pantalón y americana de salir. Una vez decidido este extremo y con los zapatos relucientes nos vestíamos ante el espejo convencidos de que habíamos sufrido una mutación en nuestra propia esencia al comprobar, con satisfacción, el resultado final.
Sobre la cama o tirado en el suelo quedaba el pantalón y la camisa de nuestros juegos callejeros y en un rincón, los zapatos, tan baqueteados de darle una y mil patadas a cualquier balón en los interminables partidos de fútbol que jugábamos en el campo de los Puentes o en la calle ancha de Paseo de Ronda.
Sin embargo aquella no era tarde de partidos, ni de otros juegos que parecían querer atarnos a épocas ya pasadas de nuestra primera juventud. Nuestro atuendo festivo, nuestros zapatos relucientes y nuestro olor a colonia paterna se nos antojaban como el mejor rito de paso para dejar de ser niños y comenzar a ser hombres aunque en realidad no lo fuésemos.
Pese a todo, convencidos de ello y tras darle el último “sablazo” a nuestra madre – anteriormente ya habíamos hecho lo propio con nuestro padre – salíamos a la calle convencidos que el mundo era nuestro y que la chiquilla de nuestros sueños y desvelos caería rendida ante nuestros encantos, ¡qué equivocados estábamos!
En la calle nos uníamos a los dos o tres amigos con los que concurriríamos al asalto y juntos, como si de caballeros de refulgente armadura se tratase, caminábamos resueltos Fernando Macías abajo, camino de Juan Flórez, mientras el viejo reloj del Instituto Femenino desgranaba siete campanadas.
Una vez en el “Leirón”, entre saludos a unos y a otras, nos afanábamos en tratar de escrutar cada rincón en busca de la chiquilla amada de la que teníamos constancia y certeza de su asistencia. Tras buscarla, finalmente la descubríamos, rodeada de amigas, más elocuente y dicharachera que nunca, hermosa y radiante con un bonito vestido de verano jugando a ser mujer sin tampoco serlo.
Nos mirábamos casi de reojo, como con vergüenza. Las amigas, percatadas de nuestra presencia, cuchicheaban entre malévolas risitas. Al final, el valor que nos proporcionaba el escuchar los compases de una canción lenta, nos daba alas y corríamos a pedirle que bailase antes de que lo hiciese cualquier otro desaprensivo que en forma de “buitre depredador” aguardaba nuestra flaqueza de ánimo para acorralar a la chiquilla de nuestros sueños.
Manos sobre su cintura y las de ella en nuestros hombros, comenzábamos a danzar en un ir y venir de maravillosos compases que nos devolvían a estadios en los que, por obra y gracia de nuestra imaginación, tan sólo teníamos cabida los dos.
Al final, con el suave atardecer colándose entre arbustos y palmeras, buscábamos un banco alejado de miradas inquisidoras donde hablarle en baja voz de la vida, de nuestra vida, de nuestros deseos. Ella, ruborizada, escuchaba con atención nuestras palabras y su silencio elocuente y su mirada, mucho más elocuente todavía, ponía broche de oro a una maravillosa tarde de verano en aquel “Leirón” de tan gratos e inolvidables recuerdos.
Hoy ya no existe el “Leirón”, incluso aquella chiquilla de nuestros sueños hace años que se fue para siempre de Marineda, sin embargo, todavía cada vez que paso por el Camino Nuevo, por el lugar que ocupaba el parque, siento como si el viejo fantasma del “Leirón” me acompañase y sonriese complacido de mis vivencias de antaño.
Eugenio Fernández Barallobre.