jueves, 31 de agosto de 2017

Nuestro querido campamento

Pomposo nombre el que dimos, allá en los inicios de la década de los 60, a un pequeño espacio, entre altos matorrales, en el todavía no urbanizado camino hacia los Puentes, donde concurríamos muchos días de buen tiempo, al caer la tarde, para hacer una puesta en común de las preocupaciones y cuitas de nuestra pandilla infantil.

Era un pequeño espacio que quedaba solapado tras las vegetación y que nos permitía cierta intimidad, ajena a la mirada de curiosos, en nuestras largas deliberaciones vespertinas a la luz, casi siempre, de una pequeña hoguera que nos alumbraba.

Los Puentes vistos desde nuestro campamento

Supongo que "tomamos posesión" de aquel espacio hacia 1962 tras celebrar nuestra comunal primera noche de San Juan que sirvió como elemento cohesionador de toda la pandilla; aquella hoguera plantada la noche del 23 de junio de aquel año fue el mejor revulsivo para convertirnos en un auténtico grupo de amigos donde cualquier proyecto tenía cabida.

Evidentemente aguardábamos la llegada de mayo o incluso de junio para concurrir, muchos atardeceres, a este lugar que pronto se convirtió en una especie de "sancta sanctorum" particular. Con la llegada del buen tiempo, cuando ya las lluvias y los fríos invernales eran tan solo un recuerdo, peregrinábamos a este pequeño reducto justo al caer la tarde cuando la falta material de luz nos obligaba a dar por terminado nuestro interminable partido de fútbol comenzado algunas horas antes.

Nuestro campamento, así gustábamos de llamarlo, era frecuentado en tiempo vacacional o en aquellos fines de semana en que las obligaciones escolares nos permitían tener unas horas de asueto para poder disfrutarlas en unión de nuestros amigos.

Era un lugar cargado de magia y de una mística especial. Sentados en una especie de terraza entre altos matorrales hacíamos acopio de cualquier tipo de material que sirviese para plantar una pequeña hoguera y a su alrededor, con las llamas iluminando nuestros infantiles rostros, debatíamos sobre todo lo divino y humano.

Los siete u ocho habituales de nuestra pandilla de amigos concurríamos para hablar tanto de nuestros sueños amorosos, de nuestra particular dama de capa azul y cuello duro blanco, como de nuestra próxima Hoguera de San Juan que, por un extraño motivo, siempre adivinábamos próxima aun cuando faltasen muchos meses para alcanzar el tan anhelado junio.

Allí se fraguó muchas veces la ruptura de hostilidades con cualquiera de las pandillas de nuestras calles vecinas que solía desembocar en una "guerra" que, en la mayor parte de las ocasiones terminábamos perdiendo, no por falta de acometividad ni valor si no por ser, casi siempre, menores en número.

Incluso trabajamos sobre grandes proyectos como fue aquel, que no llegó a buen puerto, de construir una especie de "carro de guerra" de madera, con un singular dispositivo que permitía el lanzamiento de piedras desde su interior, provisto de rodamientos y con un sistema muy peculiar de conducción, con el que poder atacar a las pandillas enemigas con menor riesgo para nosotros.

El campamento fue, sin duda alguna, nuestro ágora particular donde cualquier debate tenía cabida. Todos opinábamos y al final, llegando o no a una conclusión, regresábamos a nuestras casas convencidos de haber aportado nuestro granito de arena para la mejor marcha de nuestra pandilla de amigos.

Allí, alrededor de aquel fuego entrañable y amigo, se proyectó, por ejemplo, el gran cohete, cuyo resultado final a poco más nos cuesta un disgusto, con el que mejorar nuestra puesta en escena sanjuanera. Durante días hablamos sobre el asunto convencidos de que si el primer experimento realizado a pequeña escala había generado grandes expectativas, uno de mucho mayor tamaño nos conduciría a la gloria como consumados pirotécnicos. Al final no fue así y gracias a la siempre permanente presencia del Santo Angel de la Guarda, mi Patrón, se evitó que tuviésemos que lamentar una desgracia en toda regla.

Es muy posible que fuese en nuestro campamento donde hablamos, por vez primera, de nuestro querido "Lepanto", aquella gacetilla de la pandilla que vio la luz en dos o tres ocasiones y tan buen recuerdo dejó entre nosotros. Ciertamente "Lepanto" fue un proyecto otoñal para meses en los que las inclemencias meteorológicas nos impedían jugar en la calle, sin embargo como todo buen proyecto debió nacer de nuestros debates de "altos vuelos" de la temporada estival y esos tenían siempre como escenario nuestro campamento.

Lo que sí es seguro que allí, a la luz de aquellos fuegos de campamento, se fraguaron nuestras primeras noches de San Juan. Allí pasamos revista a lo realizado cada año, haciendo una especie de "juicio crítico" sobre cada una de las ediciones concluidas y pergeñando ideas y proyectos de cara a ediciones venideras.

Nuestro campamento duró lo que nuestra infancia, convirtiéndose en otro hito importante en nuestra socialización. Allí, con las sombras de los vanos pétreos del dieciochesco acueducto y los arrumbados capiteles y basas de la inconclusa iglesia de San Francisco como mágico telón de fondo, pusimos en común ideas y proyectos, que una vez debatidos eran aceptados o rechazados por el grupo. Algunos cristalizaron en cosa positiva, otros se quedaron en eso, solo proyectos; anhelos infantiles en los que, en cualquier caso, siempre supimos poner nuestra imaginación al servicio de la causa.

Las niñas de la Compañía de María, nuestro eterno mantra; el equipo de fútbol de nuestra calle, que nunca se distinguió precisamente por encuadrar figuras en el arte balompédico; las grandes cuitas y preocupaciones trascendentales que nos traían de cabeza por aquellos años y, por supuesto, nuestra Hoguera de San Juan, fueron algunos de los temas más debatidos al calor de aquellos pequeños fuegos de campamento en nuestro sacralizado recinto.

Un buen día, como hacíamos cada anochecer, regresamos a casa pero esta vez fue para no retornar nunca más a nuestro campamento. Habíamos crecido, habíamos dejado de ser niños, y ello nos obligó a buscar otros espacios donde poder contar a la dama de nuestros sueños aquellos secretos tan celosamente guardados o simplemente reunir a nuestra pandilla de amigos para pergeñar el siguiente San Juan.

Hoy, nuestro campamento es tan solo un recuerdo. Toda la zona se ha urbanizado y nada queda de aquel bucólico espacio que tantas veces nos hizo soñar en nuestra infancia, sueños de gloria que en algunos casos se hicieron realidad. Nuestro campamento ya no está, de él no queda el mínimo vestigio, pero en nosotros siempre permanecerá su imborrable recuerdo, asociado a la maravillosa infancia que nos tocó vivir.

Eugenio Fernández Barallobre.