viernes, 16 de diciembre de 2016

Estampas navideñas del ayer

Diciembre ha doblado la esquina del calendario y se ha presentado, casi de sopetón, ante nosotros; de nuevo el último mes del año y con él la perspectiva de una Navidad que ya se advierte próxima.

Probablemente aquellas Navidades de nuestra primera juventud se parezcan en poco a las actuales que se viven no sé si con menor intensidad, pero sí con más prisa y seguramente con menos intimidad.

Vivimos un tiempo en que los mensajes de los móviles o los correos electrónicos han sustituido, casi hasta hacerlas desaparecer, a las tradicionales postales navideñas que comprábamos, con cuentagotas, en la pequeña papelería de la esquina unos días antes del 20 de diciembre para con ellas felicitar a un lejano amor de verano o simplemente al entrañable amigo que se había mudado de ciudad por el forzoso cambio de destino paterno.

Librería "La Poesía" en el principio de la calle ancha de San Andrés

En mi caso, me encantaba ver a mi madre, siempre cariñosa y siempre detallista, sentada en la sala de estar, felicitando, con su magnífica caligrafía, a familiares y amigos residentes en otras ciudades.

Sin embargo el olor peculiar de la Navidad se comenzaba a percibir muchos días antes. Desde el mismo día primero de diciembre, la papelería "la Poesía", que abría sus puertas en el principio de la calle San Andrés, al igual que otras muchas dedicadas al mismo negocio, mostraba su escaparate lleno a rebosar de figuritas de barro para el tradicional Nacimiento que cada uno instalábamos en nuestras casas; junto al Misterio, se alineaban, en perfecta formación, los Reyes Magos, pastores, adoradores, el rey Herodes con su soldadesca, lavanderas, castañeras, casas de corcho, pozos, castillos y toda una pléyade de animalitos de todas clases, algunos tan anacrónicos como los cerditos imposibles en tierras judías, etc., que daban forma al Belén que presidiría la cena familiar de la Nochebuena.

Días después, concretamente el 4 y el 8, la plaza de María Pita se convertía en plaza de armas de un gran cuartel, para celebrar las patronas de las Armas de Artillería - Santa Bárbara - e Infantería - la Inmaculada Concepción -, representadas en La Coruña, por sendos Regimientos que, para tan notables ocasiones, sacaban a las calles su Batería y Compañía de Honores, respectivamente, que acompañaban al Estandarte y la Bandera regimentales en su discurrir por las calles de Marineda hasta nuestra gran plaza mayor.

Algunos días más tarde, con alborozo, observábamos como la ciudad se iba vistiendo de gala multicolor adornada con arcos de luz y bombillas que le daban un aspecto mucho más acogedor y festivo. Hito importante y destacado era la colocación del árbol junto al Obelisco a cuyo alrededor cantaban, villancicos y canciones, los escolares de los últimos cursos el día en que recibían la buena nueva de las vacaciones navideñas, en una especie de suprema catarsis colectiva.

También por esas fechas, en la casa de cada uno, comenzaban a recibirse las simpáticas felicitaciones del cartero, del sereno o del personal de la limpieza callejera, en busca del no menos tradicional aguinaldo que recibían de manos de nuestros padres. Aquellas pequeñas postales cargadas de ternura, con la estampa multicolor de un cartero o un sereno realizando su trabajo en un escenario con fondo navideño, constituían otra de las imágenes estereotipadas de la Navidad de aquellos años.

A mitad de mes se realizaba, en la tienda de ultramarinos de la calle, cuyo escaparate se llenaba de turrones, pasas, higos, polvorones, figuritas de mazapán, etc., el tradicional "pedido navideño". Otro hito en el calendario de estas entrañables fiestas que traía como consecuencia lógica que días después llegasen a casa cajas y bolsas repletas de golosinas navideñas, intocables hasta la cena del 24.

Por esas fechas, avanzada ya la segunda quincena del mes, instalábamos e nuestras casas el españolísimo Nacimiento. De viejas cajas de cartón o madera, envueltas en papel de periódico, iban saliendo, una a una, las figuritas de barro que darían vida al Belén. Todos parecían despertar de un largo letargo para incorporarse a su puesto en la improvisada ciudad de corcho para cumplir su función en aquella singular recreación del nacimiento del Niño Dios.

Con la celebración del sorteo de la lotería, en la mañana del día 22, se daban por inauguradas oficialmente las fiestas. Ya de vacaciones, todos nosotros, nos dedicábamos a hacer un punto y aparte en nuestras obligaciones escolares para vivir con más intensidad las jornadas previas a la Navidad.

Esos días previos al 24, una estampa característica de la Navidad, era ver las cajas de botellas y los obsequios que se iban apilando alrededor del Guardia Municipal encargado de regular manualmente el tráfico en cualquier encrucijada de calles de la ciudad. Furgonetas, coches particulares y ciudadanos en general depositaban su particular aguinaldo a los pies del urbano que, vestido con blanco salacot y largo impermeable de igual color, daba paso sucesivamente a unos y otros vehículos salidos de cualquier calle que desembocaba en la intersección de la que era responsable.

Al caer la tarde del día de Nochebuena regresábamos a casa, más temprano que otras veces, para ayudar a nuestra madre en la preparación de la mesa para la cena que para todos se rodeaba de una mística especial. Por la calle, camino de casa, las pertinentes felicitaciones y los mejores deseos de paz para todo aquel con el que te cruzases.

Guardia Municipal recibiendo el tradicional aguinaldo navideño

A las diez de la noche comenzaba la cena contando, en algunos casos, con la concurrencia de otros familiares, incluso de algún amigo. En mi caso, recuerdo con especial cariño las que celebrábamos en casa de mi abuela materna, en la avenida de Rubine, a donde concurrían tíos y primos que convertían la velada en un hecho irrepetible a lo largo del año.

Villancicos alrededor del Nacimiento, brindis, abrazos y deseos de paz, jalonaban aquella cena tan entrañable para todos nosotros.

A su conclusión, de la mano de nuestros padres primero y más tarde con nuestros amigos, asistíamos a la Misa del gallo en alguna de las muchas iglesias que la celebraran a las doce de la noche, donde aprovechábamos para mirar, aunque fuese de reojo, a la colegiala que tantas horas de sueño nos había quitado en el trimestre que acababa de terminar. Con el final de la misa llegaba el retorno a casa que no se hacía esperar tras felicitar, efusivamente, al viejo Angel, el sereno de nuestra calle.

Al día siguiente, Navidad, la comida familiar se convertía en la repetición de la cena de la noche anterior. Mi abuela, delante de los fogones de su cocina bilbaína, preparaba con esmero los platos típicos de la comida navideña igual que había hecho en Nochebuena. Vieiras al honor; besugo; coliflor con bacalao o pollo asado eran los platos más característicos para degustar esos días.

Terminada la comida navideña, la tradición mandaba recoger a los amigos y juntos irnos a cualquier sala cinematográfica para presenciar alguno de los estrenos más sonados de la cartelera. Soldados, piratas, aventureros, guerreros con o sin antifaz, se daban cita en la gran pantalla para nuestro solaz y regocijo.

Terminado el binomio Nochebuena-Navidad comenzaban esos días de transición previos a Nochevieja; en ellos, un hito muy celebrado era el día de los Santos Inocentes; esa fecha en que se recuerda a los pobres infantes muertos por la ambición del sátrapa Herodes el Grande. Un día en que aprovechábamos para gastar todo tipo de bromas; desde las siempre recurrentes bombas fétidas, que apestaban cualquier lugar a nuestro paso, hasta los muñequitos de papel colocados en la espalda del incauto de turno, todo estaba permitido. Por supuesto, el día amanecía, con la consabida inocentada de la prensa local que siempre agudizaba el ingenio para logar "colarle" la broma a algún despistado.

La Nochevieja se celebraba en casa, con la familia, y a su conclusión, tras rebasar la otrora infranqueable barrera de los 18 años, nos vestíamos con nuestro flamante esmoquin heredado y salíamos a la calle con el ferviente deseo de que aquella fuese nuestra gran noche. Los salones de cualquier sociedad coruñesa o algún otro local de los que frecuentábamos habitualmente se convertían, por la magia de la noche de fin de año, en el marco idóneo para encontrarnos con la dama de nuestros sueños.

El día primero de enero, con el año nuevo, llegaban también esas promesas de cambio de rumbo para convertirnos en mejores estudiantes o simplemente para abordar, de forma resuelta, la gran hazaña que suponía declararnos a la colegiala de nuestros anhelos. Al final, no todas las intenciones se cumplían según nuestros deseos.

La noche de Reyes seguía siendo la de la ilusión por excelencia. Los días previos nos dedicábamos a estrujar nuestra maltrecha hucha para extraer hasta el último céntimo y así poder escribir nuestra particular carta a SS.MM. los Magos de Oriente para que trajesen un presente para nuestros padres, hermanos y, por supuesto, para la chiquilla de nuestros amores. Empezaban a quedar atrás los recuerdos de aquellas largas colas ante el edificio modernista de "la Terraza", sede del Frente de Juventudes, en las que, inquietos y temerosos, esperábamos ser recibidos por Melchor, Gaspar o Baltasar a los que, casi al oído, confirmábamos lo que previamente habíamos escrito en nuestra particular carta.

Esa noche, la del 5 de enero, ya con 18 años, de nuevo vestidos de tiros largos, nos íbamos al baile de Reyes del Casino; una cita glamurosa, de obligada etiqueta, en la que nos reencontrábamos unos y otros e incluso unos y otras; allí, entre baile y baile, hablábamos con ellas, susurrándoles, de lo divino y de lo humano, más bien de lo divino pues lo humano, en la mayoría de los casos, se convertía en épica empresa de incierto resultado.

A la mañana siguiente, tras desenvolver con mucha ilusión los paquetes que nos habían dejado los Magos, salíamos a la calle para deleitarnos con la contemplación de aquellos, que ocupando nuestro lugar de juego en la vieja plaza de cemento, estrenaban sus balones de cuero, sus trajes de romanos o sus flamantes bicicletas, como nosotros hiciéramos años atrás.

Vieja felicitación navideña del Sereno

A las doce del mediodía, con el disparo de las veintiuna salvas de artillería reglamentarias que atronaban la ciudad desde las piezas de una Batería que se instalaba en la zona de Animas, comenzaba en la plaza de Capitanía, entonces del General Franco, la tradicional recepción de la Pascua Militar, conmemorando la recuperación de Menorca en el reinado de S.M. Católica D. Carlos III. La Compañía de Honores del Regimiento de Infantería Isabel la Católica nº 29 o la Batería del Regimiento de Artillería de Campaña nº 28, eran las encargadas de rendir los honores, desfilando después por algunas de las calles de la ciudad hasta regresar a sus acuartelamientos, ante la atenta mirada de cientos de coruñeses que se asomaban a las calles a ver desfilar a las tropas. 

Ya por la tarde, con las primeras sombras de la noche sentadas frente a nosotros, buscábamos el lugar de encuentro con la chiquilla de nuestros amores con la que deseábamos vivir, intensamente, las horas de una Navidad que se moría sin indulgencia. La entrega del regalo celosamente envuelto, y a veces hasta comprado, por nuestras madres, abría el camino a un largo paseo. Un café en algún recóndito local o una copa en una de aquellas maravillosas y sugerentes boites de Marineda, servían como el mejor marco para soñar de su mano con otras Navidades que deseábamos pasar en comunión de deseos y anhelos. Las diez de la noche marcaban el inexorable retorno a casa mientras a nuestras espaldas se iban apagando las luces multicolores que habían adornado, durante días, aquella Navidad que ya comenzaba a ser pasado. 

Tras el furtivo beso, sumidos en la penumbra de su portal, y su airosa huida por las escaleras, caminábamos solos, acompañados de nuestros pensamientos, en busca de nuestro particular rincón de recuerdos para seguir soñando con otras Navidades como aquellas que acababa de despedir una Marineda feliz y jovial. 

Eugenio Fernández Barallobre.