martes, 1 de noviembre de 2016

Nuestras tardes de domingo

Todavía hoy, cada vez que cruzo algunas calles de la ciudad al atardecer de cualquier domingo otoñal, me vienen a la cabeza los recuerdos de aquellas otras tardes de domingo de mi juventud, tardes en las que convivían, en una especie de extraño equilibrio, sensaciones a veces encontradas y situaciones, en muchos casos, dispares y divertidas.

El domingo, quizás no como hoy, constituía la plenitud del fin de semana, ese marco temporal que conformaba todo un referente a lo largo de la semana y por supuesto el paradigma de un enclave en el que todo podía ser posible. 

La puerta del Cine Avenida, lugar de cita tradiciona

Una vez escuché a alguien comparar el devenir de los días del fin de semana con las etapas de la vida misma y de esta suerte, el sábado era a la juventud lo que el domingo a la madurez. Equivocado o no en este planteamiento, lo cierto es que aquellos domingos, observados desde la atalaya de cualquier otro día de la semana, permitían concebir todo tipo de expectativas capaces de cambiar el ritmo de la vida diaria, de por sí poco monótono y nada rutinario.

Generalmente tras la mañana dominical con la pertinente asistencia al correspondiente Oficio religioso, a veces voluntariamente y otras no tanto, la tarde se presentaba como un espacio capaz de deparar cualquier sorpresa y por supuesto cargado de toda clase de encantos y misterios. En la tarde del domingo todo era posible o al menos eso nos creíamos a pies juntillas.

En aquellos años ya quedaban muy atrás, al menos visto con aquella perspectiva temporal, los atardeceres de las grandes reflexiones al pie del árbol sangrante al salir del cine del colegio de la cuesta; incluso quedaba atrás el recuerdo de la primera declaración de amor, siempre difícil y penosa, a la chiquilla que se había convertido en protagonista del nuestro primer idilio juvenil.

Con los años, pocos, vistos desde el prisma de ahora mismo, casi todo se había trastocado y nada de lo que antes despertaba nuestra atención e incluso nuestra preocupación tenía la más mínima importancia. En aquellos tiempos palabras como guateque o boite adquirían un significado muy especial en el que la especulación sobre todo tipo de expectativas tenía cabida. 

La tarde, especialmente en otoño e invierno, se deslizaba lenta, cansina, monótona. Tras la obligada comida familiar y en algunos casos la asistencia a Riazor para presenciar un tedioso partido de un Deportivo que navegaba, semi hundido, por los siempre difíciles mares de la Segunda División, las primeras sombras de la noche conferían a la tarde todo ese poder mágico, cargado de duende, que para nosotros poseía. Con el paso de las horas todos los deseos iban tomando forma y los sueños de la semana, a veces mal disimulados, comenzaban a hacerse realidad.

La puerta del cine Avenida; el bar de nuestra calle de Fernando Macías o la cafetería de la vieja calle de Rubine, servían como eventual punto de encuentro con la joven que despertaba nuestros amores y que nos había hecho soñar despiertos a lo largo y ancho de toda la semana. En cuanto a la hora, las siete o las siete y media constituían ese especial punto de inflexión donde comenzábamos a hacer realidad todos nuestros sueños.

No era tiempo de ir al cine. Quizás el sábado, en compañía de algún amigo, había servido para conocer de cerca lo mejor, o lo menos malo, de la cartelera cinematográfica en materia de estrenos. El domingo no era para eso, ni tampoco para los amigos. El domingo estaba consagrado por entero a ella y a todo lo que ella significaba para cada uno de nosotros. Por la magia del último día de la semana, el atardecer se convertía en una especie de ara erigida en holocausto al más eterno de los amores.

Los minutos previos a la hora mágica se desgranaban anormalmente lentos, como si el viejo Cronos no desease contabilizarlos en su gran máquina del tiempo de la vida. Al final, el reloj del Obelisco, el del Ayuntamiento, el de Correos, el del Instituto Femenino o incluso el de la Caja de Ahorros, daban rienda suelta, con sus campanadas, a un mundo lleno de ilusiones y deseos.

Verla llegar, presurosa, con las mejillas sonrojadas no sé si por el esfuerzo de la caminata o por el rubor del momento, vestida con su mejor conjunto y con su rostro iluminado por la sonrisa, se antojaba como uno de los instantes con más hechizo de cuantos se soñase vivir a su lado. En aquella imagen se ocultaban todos sus anhelos, sus sueños, sus deseos y como no, todas aquellas frases que cada tarde quedaban por decir. Realmente era hermoso verla llegar cuando el reloj dejaba caer el último compás de la hora de la cita.

Luego, tras la magia del encuentro, la magia del beso. ¡Qué sublime momento aquel del beso de reencuentro! ¡Cuántos misteriosos secretos ocultaba aquel beso que deseábamos no tuviese fin! ¡Qué emoción embargaba nuestras almas cada vez que, seguidos por la mirada indiscreta de alguna vieja cotilla con sabor a barrio viejo, nuestros labios se convertían en uno solo!

Aquel beso era algo así como la pública reivindicación de nuestro amor. Un instante en nuestra conjunción de deseos que permitíamos fuese compartido por aquellos que nos miraban. Ese beso dejaba sentada nuestra vocación de no ocultar los sentimientos que, de forma recíproca, nos deparábamos.

Después, tras una caricia con visos de una ternura sin límites, comenzábamos a discurrir, lentos, por las calles de nuestra particular vida en común. De la mano, como en la vieja canción que tantas veces nos había emocionado de mozalbetes, aquella que hablaba de dos jóvenes que se acercaban a un viejo puerto mediterráneo, paseábamos las calles de la ciudad, dejando que los espejos, siempre atentos e indiscretos, nos mirasen y se recreasen en nuestro amor.

La calle Real era algo así como la enorme puesta en común de la ciudad. Unos y otros en un alocado subir y bajar, ir y venir, deambulaban por el pétreo enlosado buscando Dios sabe qué. Unos, quizás, un viejo amor perdido; otros, tal vez, la razón de ser de una semana que agonizaba y los más, sin duda alguna, ver para creer.

¡Fíjate, el hijo de fulanito ya tiene novia! o ¡caray, que de prisa va la hija de menganita que ya se da la mano con ese chico! Frases que nacían de las bocas nunca calladas de aquellas mujeres, ya gastadas, que atormentaban a sus maridos no sólo con el obligado paseo dominical sino también, y eso era lo peor, con la despiadada crítica, malsana y destructiva, de quienes parecían querer olvidar que en otros tiempos habían sido jóvenes. En el fondo nunca supe si aquello era simplemente envidia o tal vez la frustración por algo que sus miedos y prejuicios nos les habían permitido saborear en otro tiempo ya lejano.

Cuando el viejo reloj del Instituto acariciaba las ocho, el discurrir por las calles se tornaba en mágica peregrinación hacia una de aquellas boites que asomaban sus puertas a la ensenada del Orzán. Cuántas promesas vanas, cuántos besos furtivos, cuántos deseos inconfesables, cuántas frustraciones nacidas de la duda, cuántos sueños irrealizables, han quedado, para siempre, impresos en las telas que decoraban las paredes de aquellos locales.

Un beso; una susurrante palabra de amor; el sabor de una copa bebida a medias, rodeados por un silencio cómplice; la sensual melodía de la vieja canción que nos permitía convertir el baile en una especie de encuentro con las estrellas; todo tenía un especial sabor a prohibido, sumidos en aquella agradable y sugerente penumbra, que hacía que nuestra adrenalina se disparase y que, por un instante, nos creyésemos perdidos en una paradisíaca isla desierta sin ojos acechantes que nos observasen. ¡Qué equivocados estábamos! Al rato, la voz seca y tajante del camarero de turno nos reprendía severamente: “señor su actitud no está bien vista por la empresa” o simplemente un ligero carraspeo acompañado del siempre impertinente cambio de cenicero que en la mayoría de los casos no presentaba mácula alguna.

Las diez de la noche marcaban el inicio del epílogo. Tras escarbar en los bolsillos se juntaban las monedas necesarias para satisfacer el precio, no abusivo, de la consumición. Luego, solícitos, ayudábamos a nuestra dama a ponerse el abrigo de paño y despacio, muy lentamente tras el último beso furtivo, abandonábamos nuestro particular altar erigido al amor, satisfechos de sentirnos cerca de aquella chiquilla. Después, de la mano, salíamos a una realidad fría mientras un fuerte sabor a sal, cabalgando sobre los lomos de la brisa de la noche, acariciaba nuestros rostros dejándonos un fuerte olor a un verano que, por la magia del amor, se nos antojaba casi a la vuelta de la esquina.

El viejo farol del espigón; el pequeño banco de piedra o la plaza de cemento tantas veces jugada, constituían la última etapa de nuestro devenir dominical. Allí, en silencio, nos mirábamos a los ojos y con ellos nos hablábamos de amor, de sentimientos, de sueños, de verdades eternas. Al final, un beso, suave, tierno, infinito, sellaba nuestra particular promesa de una pasión capaz de trascender de todo lo terrenal.

Su portal nos esperaba como esa gran muralla infranqueable donde morían nuestros deseos; un sabor agridulce se apoderaba de nosotros cada vez que contemplábamos su elegante huir por las escaleras camino de su casa y al final nuestro caminar solitario en busca de ese refugio de sueños y deseos ocultos entre nuestras cosas más íntimas. Allí, rodeados de nuestro mundo personal y trascendental, despedíamos un domingo que se escapaba de nuestras manos dejando tras de sí toda una estela de sueños y mal disimulados deseos. Sin embargo, con la llegada del lunes, la nueva semana prometía tener finalmente un nuevo domingo para vivirlo junto a ella.

Eugenio Fernández Barallobre.