jueves, 2 de marzo de 2017

Organilleros, castañeros y otras lindezas

Había una serie de signos inequívocos que delataban que el verano estaba llamando a las puertas de Marineda allá por el final de la década de los 60 e inicios de la de los 70. 


Los Guardias Municipales mutaban su azul invernal por un impoluto blanco veraniego aderezado con unas palas de color granate, evocadores del color del Pendón de la ciudad; la playa de Riazor se llenaba con largas tiras de casetas pintadas con barras blanquiazules mientras el centro del arenal se adornaba con mástiles en los que ondeaba la enseña nacional; algunas casas se caleaban, lavando así sus caras ante la inminente llegada de turistas; aquellas innovadoras líneas de autobuses que circunvalaban la ciudad, adornaban con banderas sus vehículos en los que actuaban como cobradoras hermosas azafatas que sustituían al “simpático” Jaimito que realizaba similar cometido en cualquiera de las líneas de nuestra querida Compañía de Tranvías y una serie de pintorescos personajes se asomaban a las calles de la ciudad confiriéndole un aire más cosmopolita o tal vez mucho más provinciano. 

El organillero en la Avda. de la Marina

Uno de estos personajes convertido en símbolo característico de los veranos de Marineda era el tradicional organillero que recorría la ciudad con su instrumento, adornado con profusión de banderas de diferentes Países, tirado por aquel simpático burrito, harto ya de tanto trajín, pero que seguía cumpliendo fielmente con su deber, asistiendo, impertérrito, a las agrias discusiones que el avieso organillero mantenía con su mujer, una hembra gruesa y abandonada, que se encargaba de pasar el platillo una vez concluida la interpretación del dúo de "la Verbena de la Paloma" o del pasodoble "España cañí". 

Aquella pareja, con su burrito tirando del organillo, recorría el centro de la ciudad interpretando todas las composiciones que permitía el viejo y gastado instrumento, amenizando el alegre y bullicioso ir y venir de propios y forasteros que se solazaban en La Coruña durante la época estival.

Otro personaje consustancial a nuestro verano, especialmente llegado agosto y sus fiestas, era aquel hombrecillo de blancos cabellos que recorría la calle Real y Cantones ofreciendo a la venta el célebre “Nicanor tocando el tambor”.

El susodicho Nicanor no era otra cosa que un pequeño muñeco de cartón, provisto de tambor y baquetas, montado sobre una boquilla. La boquilla, al ser insuflada, producía un estridente sonido similar al de las trompetas de cartón, en tanto que el tambor se accionaba tirando de un cordoncillo que había bajo toda la pieza. 

De esta suerte, aquel simpático muñeco combinaba el redoble, más o menos logrado, del tambor con el sonido de la cornetilla, algo que llamaba especialmente la atención de los más pequeños que se desgañitaban hasta lograr que sus progenitores les obsequiasen con uno de aquellos muñecos musicales.

Don Nicanor tocando el tambor

Por ese afán de las gentes de Marineda de descubrir un misterio donde no lo hay, he aquí que alrededor de aquel hombrecillo que vendía al tal "Nicanor" se tejió toda una leyenda urbana que circuló insistentemente por calles y plazas coruñesas. 

Como quiera que la presencia de este hombre en La Coruña coincidía con el mes de agosto, mes de veraneo y de fiestas por excelencia y por ende el mes en que llegaba a la ciudad el Caudillo, se hizo circular el bulo de que el individuo que vendía el muñeco "Nicanor", lejos de ser el apacible vendedor que aparentaba, era en realidad un funcionario de la Brigada Central Político Social, venido de Madrid, para, mezclado con unos y con otros, escuchar conversaciones que pudiesen resultar delatoras de alguna actitud hostil hacia la persona del Jefe del Estado. Evidentemente, como muy bien supondrán los lectores, aquello no pasaba de ser una mera especulación sin fundamento real alguno. 

Otro personaje consustancial a la temporada veraniega de baños y que transitaba el arenal de Riazor de arriba a abajo, era el barquillero; un individuo vestido con chaqueta blanca que, provisto de singular depósito, a modo de octógono rodeado de celofán y sujetado por un alto mástil, se desgañitaba pregonado aquello de "parisién, al rico parisién, son de canela y limón". Después, todo dependía de la mayor o menor voluntad de la madre de turno para que el niño o niña correspondiente pudiese saciar su "apetito" con aquel delicioso barquillo. 

Sin embargo la vida coruñesa continuaba más allá del verano y con la llegada de septiembre todo volvía a la normalidad y las tardes lluviosas comenzaban a sucederse de forma indefectible.

Los Guardias Municipales vestían sus uniformes azules que, llegados los primeros fríos, cubrían con aquellos largos capotes de idéntico color con trincha y ceñidor de blanco charol a juego con el salacot, sobre los que se colocaban, en días lluviosos, unos también largos e incómodos impermeables de igual color que el casco. De esta guisa se situaban en cruces de calles o sobre las plataformas o templetes desde los que dirigían, algunos de forma espectacular, el todavía poco agobiante tráfico herculino; era en esos puntos estratégicos de la urbe donde, los días previos a la Nochebuena, componían una estampa típicamente navideña posando al lado de aquellos montones de cajas, cestas y paquetes que entidades, firmas comerciales y particulares, les donaban como muestra de cariño y respeto a esta querida institución coruñesa.

También otros personajes que concurrían puntualmente a su cita con el otoño coruñés eran los castañeros que guardaban sus humeantes máquinas en la calle Comandante Fontanes o en la de Cordelería. 

El Guardia Municipal en su templete del Cantón Grande

Cada día, como si de una lenta procesión se tratase acudían a ocupar su puesto en la calle Real, San Andrés, Cuatro Caminos y otras de Marineda donde expedían el rico producto otoñal hasta poco antes de iniciarse las vacaciones de Navidad cuando ya desaparecían hasta el verano en que trocaban sus hornos móviles de asar por heladeras en las que guardar grandes tarros llenos de helado de mantecado, chocolate, nata y fresa, los sabores que se consumían en aquellas calendas.

Otra estampa característica de aquellos años era un carro que, tirado por un caballo, recorría la ciudad transportando enormes barras de hielo para alimentar aquellas neveras que teníamos en casa en las que se introducía el helado elemento y así poder conservar, al menos por algún tiempo más, los alimentos allí guardados. El carro, con el carrero sobre el pescante, recorría las calles y plazas, en cualquier época del año, ofreciendo el hielo a los clientes habituales que se servían de él. Creo recordar que el individuo que transportaba el hielo, un hombre de manos trabajadas y callosas, se llamaba Juan y en más de una ocasión se convirtió en la diana de nuestras bromas infantiles.

También recuerdo otros curiosos personajes aunque estos debieron de desaparecer al principio de los 60. Se trataba de un grupo de mujeres que vendían piñas en la entonces llamada calle “C”, hoy José Luis Pérez Cepeda, justo delante de la fuente de Santa Margarita, en la entrada de la fábrica de gaseosas Obelisco. Aquellas mujeres, venidas de las aldeas limítrofes, comerciaban con el producto que expendían que luego servía para encender las viejas cocinas bilbaínas que todavía se mantenían activas en muchas casas.

Y así, sin mucha prisa, entre organilleros, castañeros, Guardias Municipales de azul o de blanco y otras lindezas, transcurría la vida en una Marineda cargada de romanticismo y magia.

José Eugenio Fernández Barallobre.