viernes, 2 de marzo de 2018

Los guateques

Sugerente evocación que nos hace retroceder en el tiempo hasta devolvernos al final de los 60, aquellos años de nuestra incipiente juventud. 

Evidentemente, los guateques, no eran privativos de Marineda, ni mucho menos; sin embargo, como todo, en nuestra ciudad adquirían una dimensión especial al menos para nosotros. 

Debió de ser con 15 o 16 años, a lo sumo, cuando comenzamos a frecuentar e incluso a organizar guateques, contando, eso sí, con la aquiescencia de las chiquillas de nuestras pandillas. Los guateques, por aquellos años, solían celebrarse los domingos por la tarde en alguna de las casas de los miembros de la pandilla, especialmente en las del elemento femenino, que aprovechaban la celebración de una onomástica o un cumpleaños para organizarlos. Desde días antes, incluso desde semanas antes, la noticia corría como reguero de pólvora entre todos los miembros de la pandilla: “el domingo que viene, fulanita organiza un guateque en su casa”; un notición que era recibido con notables muestras de alegría por el respetable, pese a no saber siquiera si al final nos encontraríamos entre la lista de invitados. 

Formalizada la invitación y conocida la razón de ser del guateque en cuestión; caso de tratarse de alguna celebración de la anfitriona, corríamos a solicitar de nuestros padres la correspondiente asignación para la compra del singel de moda o del libro con el que obsequiar a la organizadora, llegado el día de autos. 

Los días previos, el guateque, era el tema de conversación en todos los mentideros de la pandilla. Preguntas como ¿irá fulanita? o ¿sabes si ha invitado a menganita?, eran las preocupaciones que nos inquietaban los días anteriores al gran acontecimiento.

Generalmente, la tarde del guateque, nos acicalábamos para concurrir a la cita como mandaban los cánones de la buena educación. Americana con corbata; zapatos lustrosos; bien perfumados con la colonia paterna cuyo frasco quedaba temblando ante la indignación y consiguiente cabreo de nuestro progenitor y, por supuesto, con el disco singel o el libro bajo el brazo. 

Si la asistencia al guateque no había sido consensuada previamente por todos los miembros de la pandilla, algo que sucedía tan solo en los grupos muy herméticos, era relativamente frecuente encontrarnos con miembros de otras pandillas, algunas de ellas rivales en cuanto al afán por conquistar los favores de la chiquilla de nuestros sueños; por supuesto, aquella situación lo trastocaba todo, convirtiendo el guateque en una permanente carrera para conseguir que la colegiala de nuestros desvelos bailase más con nosotros que con nuestro rival. Incluso, en alguna ocasión, situaciones de este tipo estuvieron al punto de provocar que todo acabase como el “Rosario de la Aurora”. 

Una vez en casa de la anfitriona, era ella quien nos recibía en unión de alguna de sus amigas. Cerca, cuales fieras al acecho, una legión de abuelas, tías y madres, velaban, como el mejor de los centinelas, para que nadie se pasase ni un palmo en terrenos tan resbaladizos como el bailar agarrados o como los discretos apartes que tratábamos de hacer, a ser posible en la terraza, caso de tenerla, con la chiquilla de nuestros amores. 

La velada transcurría bailando con la música que hacía sonar el tocadiscos o pick up, reproduciendo las canciones en boga en el momento y que si por las madres, tías y abuelas fuese, solo se oirían aquellas que se bailaban separados, como en un rebumbio y jamás aquellas otras que tanto nos gustaba escuchar y bailar por el mero hecho de que ni el aire era capaz de filtrarse entre el cuerpo de nuestra amada y el nuestro. 

Además de la música, la anfitriona solía preparar una suculenta merienda para todos los presentes. Mediasnoches, canapés, patatas chip, etc. acompañadas de un cup de frutas que tenía menos alcohol que agua tiene el desierto del Gobi. 

De todas formas, pese a la tenaz y persistente vigilancia de los “perros de presa”, alguna vez lográbamos desmarcarnos permitiendo que un caricia se deslizase furtiva o una susurrante frase llegase al oído de aquella linda coruñesita que tantas noches en vela no estaba haciendo pasar por aquellas fechas. 

Finalmente, poco antes de las diez de la noche, dábamos el guateque por terminado y las chiquillas, recogidas por sus padres, primero, y más tarde, acompañadas por nosotros, regresaban a sus casas mientras por nuestra parte, en amor y compañía, como buenos camaradas, retornábamos a las nuestras comentando las incidencias del guateque que felizmente acababa de concluir. 

Después, el lunes, así como la mayor parte de la semana, cuando nos reuníamos con ellas en la puerta del colegio, comentábamos todo lo que había sucedido la tarde de aquel domingo que poco a poco se iba convirtiendo en un recuerdo, a la espera de que otra de las chiquillas de la pandilla tuviese la feliz idea de organizar un nuevo guateque. 

Para el recuerdo aquellos guateques en casa de Isabel, una chiquilla de gafas que estudiaba en la Compañía de María, o en la terraza de Torre Coruña, organizados por Maka, una de aquellas osadas primeras Meigas de Honor de 1970, en los que había que velar, como si de una guardia se tratase, para evitar que los canapés de caviar sintético se los llevase el viento. 

También recuerdo otro que yo mismo organicé en mi casa paterna, sin el pertinente permiso de mis progenitores. Argumentando no querer salir aquel domingo, aguardé a que mis padres salieran de paseo como era habitual. De inmediato, una legión de chicos y chicas, llegaron casa y comenzaron a trastocar el comedor, separando muebles, retirando alfombras, mientras otras se ocupaban de preparar canapés y bocadillos, traídos por ellas, y otros buscaban, en uno de los bares de la zona de la playa que frecuentábamos habitualmente, un intragable cup de frutas, con más sifón que otra cosa, y que fue a lo único que pudimos aspirar con nuestros limitados recursos económicos tras habernos todos estrujado los bolsillos. 

A la hora de concluir, ellas, muy dispuestas como siempre, organizaron, con el concurso de todos, la recogida y limpieza de todo, de tal suerte que al regreso de mis padres me encontraron, ante su extrañeza, estudiando en la sala de estar y toda la casa en perfecto estado de revista. 

Hoy todo aquello queda lejos, muy lejos. Supongo que ya no se celebrarán guateques en casa de las chiquillas, llegado el día de su santo o cumpleaños; tampoco se regalan singles por el simple hecho de que no se fabrican ni creo que nadie, de la edad que nosotros teníamos entonces, conozca muchas de aquellas maravillosas canciones que nos enamoraban. Ya no existen pick ups ni creo que una legión de abuelas, tías y madres vigilen nada; sin embargo, para nosotros aquellos recuerdos imborrables forman parte de nuestra historia particular y también de la de Marineda. 

Una reflexión en alta voz: no saben lo que se pierden las generaciones actuales que no tuvieron la suerte y la dicha de asistir a un guateque de aquellos que organizábamos en nuestra querida Marineda. 

Eugenio Fernández Barallobre.