sábado, 31 de marzo de 2018

Las deliciosas boites de Marineda

Si algo marcó nuestra juventud, allá por los inicios de las década de los 70, fueron aquellas deliciosas boites que, esparcidas por toda la ciudad, se convertían en sacralizados templos consagrados a nuestra iniciación en los ritos de cortejo en los primeros idilios de juventud. Locales que rodeados de una aureola de magia y misterio acogían, en las tardes dominicales, toda suerte de envites en el siempre difícil arte de la conquista de las chiquillas de nuestros sueños. 

Marineda, por aquellas calendas, era rica en establecimientos de este tipo tan de moda desde finales de la prodigiosa década de los sesenta. Dejando a un lado aquellos que, por la maledicencia de algunos, no frecuentábamos por el simple motivo de no estar bien vistos por las chiquillas que nos servían de compañeras en aquellas primigenias aventuras amatorias, recuerdo ahora los nombres de otros a los que sí concurría buscando, en la tranquilidad de sus rincones rodeados de una sugerente penumbra, el beso furtivo, la tierna caricia o aquella devota mirada de la chiquilla que me acompañaba y cuyos ojos, hermosos y emocionados, eran capaces de desarmar el corazón más fuerte. 

Nombres como el “Whisky Club”, en el corazón de la Avda. de la Marina, propiedad del inolvidable Quique Villardefrancos; “el Dos”, en la trastienda de otro maravilloso local para el recuerdo, la querida Cafetería “Galicia” en el coruñés Cantón Grande; el “Diana”, con mi gran amigo Tino como mejor anfitrión, y el “Rubí 28”, antes “Hollywood”, con el bueno de Adolfo como mascarón de proa, en la populosa “Rubine Street”; el “Pompón” en la calle Emilia Pardo Bazán; el “Safari Hilton”, con nuestro buen amigo Maxi al frente, cerca de nuestra Fernando Macías de siempre; el “Don Quien”, también en la Avda. de Rubine, propiedad de mi buen amigo José Mª Luengo hijo de aquel sabio con quien tanto aprendí de historia y arqueología, D. José Mª Luengo Martínez-Salazar o el “Dorna”, en el callejón de la Estacada, con la omnipresencia de Marito Béjar; son nombres todos ellos ligados a mi juventud que me devuelven, con sólo pronunciarlos, recuerdos de heroicas conquistas de maravillosas chiquillas a las que enamoré y de las que también supe enamorarme. 

Cuantas tardes consumidas lentamente en comunión de secretos, de frases inacabadas, de sentimientos compartidos, de silencios cómplices, de sueños con un mañana imposible, de besos apasionados y de bizarras declaraciones de amor teniendo como fondo alguna de aquellas mágicas canciones que aún hoy, pasados los años, son capaces de erizar nuestro vello con sólo escuchar sus compases en la lejanía. 

Aquellas tardes comenzaban poco después de las siete, tras la cita en la puerta del desaparecido cine Avenida. Las esferas cuatrifaces del viejo Obelisco advertían con el eco del reloj de la Caja de Ahorros que la hora estaba próxima. A lo lejos, ella, arrebujada bajo su abriguito de paño, sonriente, con las mejillas sonrojadas por la emoción del momento, se convertía en el centro de un mundo de magia, de deseos, de sueños del que yo era el principal protagonista. Después, tras el beso hurtado a las miradas insanas y envidiosas, nos cogíamos de la mano y sumergidos en nuestro particular universo de vivencias caminábamos, internándonos por los senderos de la vida, dejando tras de nosotros una estela de felicidad difícil de ocultar. 

La boite nos acogía entre sus sombras y sus rincones, conocedores de nuestros secretos mejor guardados, lazando nuestros cuerpos que casi se convertían en uno sólo por la magia del abrazo interminable; un abrazo que sólo finalizaba cuando, una tos forzada o el cambio impertinente de un impoluto cenicero, delataban la indeseable presencia del camarero de turno que venía a sugerirnos mayor discreción en nuestras demostraciones de cariño. 

Cuantos recuerdos me devuelven aquellos locales que tanto frecuenté. Todavía viene a mi cabeza aquella tarde de Navidad en que, en unión de una chiquilla de mirada triste y lacios cabellos azabache, acudí al “Diana” para vivir con ella el final de un 25 de diciembre que agonizaba sin indulgencia o aquellas noches de un mágico verano en que concurría a diario con aquella otra chiquilla de cabellos de oro surgida de allende los mares. 

Recuerdo también las serenas tardes de aquel invierno en que “el Dos” quiso ser testigo de mi amor por una burguesita que pretendía ser rebelde o aquellas otras en las que soñé, de la mano de uno de mis grandes amores, con todo lo que pudo haber sido y no fue. 

Anécdotas, recuerdos, sueños deliciosos tejidos entre las paredes amigas de aquellos locales que también contribuyeron, de manera muy especial, a mí despertar a la vida. Imposible es de olvidar todo aquello. 

Mi debut en estos entrañables templos erigidos en holocausto al amor lo tuve, un Martes de Carnaval de un año impreciso, acompañando a mi primo Carlos Torres al “Whisky Club”, la boite de las boites de Marineda. Todavía menor de edad me vi sorprendido por la magia de aquel lugar entre mujeres hermosas cubiertas con antifaz y filloas rellenas de una deliciosa crema pastelera. 

Luego, como si de una alternativa se tratase, con mi regreso a “Rubine Street”, en pleno 68, comencé a frecuentar el “Hollywood” con su piano de cola y sus tardes de debate escolar jugando a ser hombres sin llegar a serlo. A partir de ese momento cada vez que el amor tocaba la aldaba de mi corazón, cada vez que una de aquellas chiquillas de uniforme colegial se convertía en mi acompañante en el delicioso caminar por la vida, una de aquellas boites se tornaba en templo consagrado a nuestro amor. 

Hoy todo aquello son ya recuerdos. En Marineda no queda ni un solo local de aquellos; algunos desaparecieron por obra y gracia de la piqueta destructora; otros se convirtieron en refugio de lo que nosotros jamás quisimos ser y otros simplemente cambiaron de nombre y de orientación comercial. Lo cierto es que todos han ido desapareciendo. 

Imagino que hoy cualquier lugar será bueno para que una pareja de chiquillos se declare su mutuo amor; Marineda, liberal y permisiva, goza de maravillosos espacios donde poder decirle a una chiquilla, mirándola a los ojos, lo mucho que la amas, sin embargo aquellas maravillosas boites de nuestra juventud no sólo constituyeron todo un hito en nuestras vidas sino que también fueron testigos de excepción de una larga lista de argucias que poníamos al servicio del objetivo a lograr: conquistar a la linda coruñesa, incluso a la forastera, de nuestros sueños. 

Eugenio Fernández Barallobre.