jueves, 1 de febrero de 2018

Aquellos bares de mi calle

Mi calle, mi querida "Fernando Macías" de tantas evocaciones personales, fue el marco natural de mi socialización personal; en ella, en sus esquinas siempre mal iluminadas, aprendí la difícil tarea de aprendiz de hombre; una asignatura que estudié con esfuerzo y dedicación a lo largo de años, a través de noches de fuego de campamento, tardes otoñales de idilio juvenil, largos paseos mirando al mar de poniente o maravillosas noches de San Juan vividas en comunión de sueños y deseos.


Fernando Macías, como otras muchas calles de Marineda, formaba parte de uno de los estiramientos de la ciudad, sin embargo por muchas razones adquiría unas peculiaridades que la convertían en diferente, en mágica. Próxima a la playa de Riazor, tenía a tiro de piedra tanto la vieja plaza de Toros de Médico Rodríguez como el Estadio Municipal de Riazor y no muy lejos el parque de Santa Margarita. A sus espaldas, como el mejor recuerdo de otros tiempos, los callados vanos del pétreo acueducto de "los Puentes" que le conferían, cada noche, el aspecto de una especie de refugio de fantasmas donde cualquier cosa podía ser posible, al menos en nuestras calenturientas imaginaciones infantiles. Finalmente, asomándose a nosotros, aquellos castillos de hadas que celaban entre sus muros a las colegialas objeto de nuestros primeros devaneos amorosos.

Por lo demás, Fernando Macías, era una calle más, con sus historias, con sus silencios, con sus personajes y, por supuesto, con sus bares donde poder ultimar los preparativos del cualquier noche de San Juan o encontrarse, al caer la tarde de cualquier día de curso escolar, con la chiquilla de nuestros sueños.

El primer bar que abrió sus puertas en nuestra calle, allá por los años 50, fue la pequeña tasca aneja a Mantequerías Galicia - la tienda de coloniales de la calle -, en el inmueble nº 21, propiedad del incombustible Manolo Gómez. Un lugar con cierto encanto y sabor a barrio donde, entre cajas de cerveza "el León" y sacos de azúcar a granel, se reunía cada tarde una buena parte de los padres de los miembros de nuestra pandilla. Durante muchos años este fue el único establecimiento hostelero abierto en la calle, rivalizando con otra tasca, "la Rianxeira", situada en el nº 12 de la plaza del Maestro Mateo, inmediata a Fernando Macías y con la que hacía esquina. En esta pequeña tasca se daba cita la juventud bullanguera de la zona.

Tuvieron que transcurrir varios años hasta que Manolo Gómez decidiese cerrar su tasca y abrir las puertas de "el Pincho", un local del que pronto nos hicimos asiduos, situado en el sótano del nº 12 de la calle, y que albergó las reuniones de primera hora de nuestra querida Comisión Promotora de las Hogueras de San Juan. Hablar de "el Pincho", de sus anécdotas, de sus aventuras y desventuras, de los personajes que concurrían a diario a refugiarse entre sus cuatro paredes o de nuestras vivencias personales, excedería con creces el espacio destinado a este artículo, así que mejor será dejarlo para otra ocasión más propicia.

Es cierto que en las calles próximas a la nuestra: Rey Abdullah; Paseo de Ronda; Avda. de Buenos Aires; Rubine; etc., se abrían muchos establecimientos de hostelería por aquellos años y muchos de ellos capaces de concitar las corrientes juveniles de moda en la época. Hablamos, por citar tan solo algunos ejemplos, de "Guaraní" y "Richard", frente a la playa de Riazor; el "Playa Club", en los andenes; "Pepe´s", "Wimpy" o "Manhatan Club", en Rubine Street; "Torre Coruña" o "el Mar" en Paseo de Ronda; "Taboo"; "Keys" o "la Vinícola Manzanara" en Alfredo Vicenti o "el Escorial" en Rey Abdullah. Locales que nos acogieron en nuestro éxodo callejero y que fueron testigos mudos de nuestros sueños con eternas noches de San Juan o de nuestros románticos y apasionados idilios juveniles.

Sin embargo el gran hito de nuestra calle en materia de establecimiento hostelero se produjo a principios de los años 70 cuando Felipe Justa inauguró el flamante "Hilton", en el nº 1 de Fernando Macías. A partir de ese instante, el "Hilton", se convirtió para nosotros en una auténtica seña de identidad a donde concurrimos a diario - incluso más de una vez al día - durante años.

Podemos asegurar sin riesgo a equivocarnos que fuimos nosotros, nuestra pandilla de amigos, la que pusimos de moda esta cafetería al menos como lugar de encuentro de los jóvenes de nuestra edad. Cada tarde, sus mesas, se llenaban de chicas vestidas de uniforme colegial y chicos venidos de toda la ciudad para compartir un rato tras la jornada escolar, escuchando los discos que hacía sonar aquella máquina situada casi en su puerta.

Fue el "Hilton" un lugar inolvidable para todos nosotros. Maximino y Juan, dos de sus propietarios, cuñados de Felipe Justa, supieron atendernos con esmero, aguantando muchas de nuestras bromas, algunas de mal gusto, e impertinencias juveniles.

Entre sus paredes se tejieron muchas noches de San Juan y otros tantos amores de primeras horas, de esos que dejan siempre una huella indeleble. El "Hilton", igual que "el Pincho", es otro de esos lugares que merecen un espacio aparte a la hora de referir anécdotas y vivencias, por eso mejor lo dejamos para otra ocasión.

Y así, pivotando sobre estos dos locales, fueron pasando aquellos maravillosos años de nuestra juventud. Cuantas horas, cuantas propuestas cada cual más atrevida, cuantos sueños, cuantos éxitos, cuantas dudas, cuantas frustraciones e incluso cuantos fracasos tuvieron sus paredes por testigos mudos. 

Hoy, seguro que otros, con parecidas preocupaciones a las nuestras, ocupan las mesas del único de los dos locales que todavía permanece abierto en nuestra calle; seguro que cada día, al caer la tarde, se sientan con la colegiala de sus sueños y teniendo como testigo el atardecer le hablan, le susurran, de sueños y mal disimulados deseos. Seguro que algunos tejerán proyectos y aventuras convencidos de poder hacerlas realidad y otros, simplemente, se sentarán a evocar recuerdos de un verano que se ha quedado ya muy atrás.

Así eran los bares de nuestra calle y así aquella Marineda de los años en que vivimos, alegres y confiados, lo mejor de nuestra juventud.

Eugenio Fernández Barallobre