lunes, 5 de junio de 2017

Los bichitos verdes

Tal vez fuese en 1967 o a lo sumo en 1968, lo cierto es que un buen día de principios de octubre, ante nuestra sorpresa, nos dimos de narices, en nuestra calle de Fernando Macías, con una legión de chiquillas que vestían un flamante uniforme de color verde compuesto de chaquetón, jersey, camisa blanca, falda a cuadros y adornado con unas medias de vivo y chillón color amarillo que hería la vista.


¿Quiénes eran aquellas chiquillas? nos preguntamos de inmediato; fue entonces cuando alguien nos aclaró que el Colegio de la Compañía de María, omnipresente en todas nuestras vivencias por aquellos años, había cambiado su uniformidad.

Atrás quedaba, no exento de nostalgia y de cierto sabor a primera declaración de amor, aquel elegante uniforme de color azul, rematado con cuello duro blanco al que, con ocasión de vestir de gala las colegiales, se le añadía puñetas y guantes de color blanco, haciendo todo juego con una capa de paño también azul en la que se arrebujaban en las tardes de frío invernal.

Cuantos recuerdos se llevó tras de sí aquel uniforme que, por mor de la modernidad, aquel año dejó de ser reglamentario en el Colegio de nuestros sueños y desvelos.

Con la entrada en vigor, de forma más o menos paulatina, del nuevo uniforme desaparecieron también aquellas estrellas de seis puntas, doradas y plateadas, que reivindicaban públicamente los sobresalientes y notables obtenidos por las que las lucían al final de cada mes, convirtiendo el pecho de alguna de ellas en un universo estrellado no parangonable siquiera con el más alto empleo militar.

Por una razón que no acierto a comprender, aunque si intuyo, entre las chiquillas de nuestra pandilla privaba más bien encontrarse dentro del grupo de las "desestrelladas" o, a lo sumo, lucir una o dos de color plata que dejaban patente su regular aprovechamiento en asignaturas de tan vital importancia como el hogar o la gimnasia.

Tampoco, las chiquillas que se habían convertido en objeto de nuestros sueños y desvelos, lucían bandas ni medallas reservadas tan solo para las matrículas de honor o para los dieces en conducta; eso sí, en simpatía e incluso belleza rivalizaban con las mejores, haciéndose merecedoras de lucir toda suerte de bandas, medallas y estrellas, todo en un mismo paquete.

Lo cierto es que, poco a poco, el viejo uniforme azul fue desapareciendo quedando tan solo como un mero recuerdo de épocas pasadas, provocando que aquel uniforme verde chillón se adueñase de calles y plazas de Marineda, llamando la atención por lo innovador tanto de su color como de su diseño.

Fueron ellas mismas las que se bautizaron como "los bichitos verdes", incluso como "los piojos verdes", y así, era relativamente frecuente verlas bajar en tropel, formando un hermoso batallón de niñas, por la calle de Fernando Macías cantando la canción del tema central de la película "boinas verdes", éxito cinematográfico por aquellas calendas, a la que deliberadamente le habían trocado la letra, sustituyendo la expresión "boinas" por la de "bichitos".

Fueron aquellos años en los que cada tarde de curso, a eso de las siete, ellas y nosotros concurríamos al Manhattan Club, situado en plena Rubine Street, para enfrascarnos en conversaciones trascendentales a la vez que tratábamos, a veces en vano, de ganar los favores o al menos la admiración de la colegiala de nuestros sueños.

De esta época, gloriosa por otra parte, se podrían contar infinidad de anécdotas a cada cual más divertida, vividas en comunión de sincera amistad con aquellas crías del uniforme verde. Desde las artimañas de todo tipo tejidas para llamar su atención, hasta aquella mañana sabatina en la que me vi en la divina obligación de pronunciar, ante un auditorio de casi doscientas de aquellas colegiales, una lección magistral sobre las conquistas espaciales cuando realmente lo único que había experimentado, en campo tan extraño para mí, fue el "alunizaje" involuntario en la luna del escaparate de la Seat de Alfredo Vicenti del que fuimos protagonistas alguno de los miembros de nuestra pandilla poco antes de que los norteamericanos alcanzasen - si es que lo hicieron realmente - nuestro querido satélite de rostro empolvado.

Después, los años fueron pasando y aquellas maravillosas chiquillas de verde uniforme lo trocaron por ropa de paisano para emprender otros rumbos por los derroteros de la vida, dejándonos huérfanos de su mágica compañía, de su ternura infinita y de la forma de mirarnos a los ojos cuando, cogidos de la mano, recorríamos en largo peregrinar las calles y plazas de nuestra querida Marineda.

Eugenio Fernández Barallobre.