miércoles, 14 de junio de 2017

La sex simbol de mi calle

Hay hechos y personas a lo largo de la vida que nos impactan de manera especial y se conservan en los recuerdos dejando una huella indeleble, una huella que por muchos años que transcurran todavía provocan una sonrisa cada vez que aquel recuerdo vuelve a nosotros.



No hace muchos días, paseando por una de las calles de Marineda, me la encontré. Los años habían hecho su trabajo pero, de todas formas, todavía conservaba el halo de exótica belleza de la que siempre hizo gala y que nos sustrajo tantas horas de sueño a muchos de nosotros, chiquillos de aquellos años dorados de la década prodigiosa de los 60.

Quizás hoy, con la perspectiva que ofrece el tiempo transcurrido, provocaría un debate el tratar de designar a la joven, vecina de nuestras calles, que para nosotros constituía un auténtico “sex simbol” y por la que todos, de manera indefectible, girábamos la cabeza a su paso, atentos a sus contorneos y a su resuelto caminar.

Por supuesto hablo de aquellas jóvenes, mayores que nosotros, y por tanto inalcanzables casi hasta para nuestros sueños, que ni siquiera habían reparado en que existíamos. Chiquillas de veintitantos años cuando nosotros, todavía con no más de trece, nos afanábamos en interminables partidos de fútbol o comenzábamos nuestros primeros escarceos amorosos con colegialas de nuestra edad. 

Si hoy hago un trabajo de recuperación de memoria todavía puedo recordar aquella joven de largo cabello dorado de la casa de la esquina de mi calle. El amplio balcón de la primera planta en la que vivía nos permitía, merced a las reducidas minifaldas que gustaba de usar, deleitarnos con la contemplación, más bien con la adivinación, de los secretos que ocultaba tras la tela de su reducida falda; algo parecido sucedía con aquella otra que, viviendo una calle más abajo, provocaba las consabidas peregrinaciones a las proximidades de su portal, para verla, cada vez que la hora de regresar a casa se hacía inapelable en su reloj particular. Ellas, a juicio de muchos, eran sin duda las chicas más “sexis” de nuestras calles, despertando, entre unos y otros, una corriente de admiración y deseos mal disimulados.

Sin embargo creo que a las dos las eclipsó aquella otra que un día de un año que no recuerdo llegó a vivir a la vuelta de la esquina de abajo de mi calle. Era una joven recién casada que apareció con su marido y que a partir de entonces se convirtió en objeto de deseo de toda mi pandilla de amigos.

Corríamos a verla cuando caminaba sola vestida con una minifalda de reducidas dimensiones, con sus zapatos de tacón y su larga cabellera azabache al viento. Sus andares lentos y cadenciosos nos evocaban aquella canción que cantaba el Dúo Dinámico titulada “poesía en movimiento” y no nos importaba hacer largas esperas para verla entrar o salir de casa, tanto sola como acompañada de su marido.

Cuantas horas de sueño nos sustrajo aquella mujer de enigmática belleza de la que jamás supimos su nombre. Creo que todos soñamos en alguna ocasión con ella, deseándola desde nuestros presupuestos de ingenuidad infantil. Ella, con su presencia, eclipsó para siempre a las otras candidatas a ese mítico puesto de “sex simbol” de nuestras calles.

Durante varios años aquella belleza de mujer, con ojos ligeramente achinados, fue objeto casi diario de nuestra contemplación tratando de granjearnos su sonrisa o tal vez una frase surgida de sus labios que, sin duda, nos hubiese convertido en los muchachos más felices de la tierra. Sin embargo creo que no fue así y que ninguno de nosotros tuvo la dicha de llegar a cruzar una sola palabra con aquella mujer que había despertado nuestra pasión con solo gozar de la visión de sus encantos. 

Un buen día abandonó aquella casa y se trasladó a otra calle de Marineda lejana de la nuestra, abandonándonos a nuestra suerte con recordada nostalgia.

Recuerdo que una tarde de verano, transcurridos ya bastantes años, la vi en la terraza de una heladería del centro. Jugaba con dos niños pequeños y a su lado una joven, que parecía ser la niñera, aguardaba el turno de hacerse cargo de aquellos chiquillos para cruzarlos al jardín, algo que sucedió minutos después, quedando sola la que fuera el icono femenino de mi infancia.

Nos miramos de forma extraña, incluso con cierta complacencia por su parte. Tal vez me había reconocido. Lo cierto es que no me atreví a dar el paso y sentarme a su lado o simplemente aproximarme a ella para contarle de aquellos años en los que tantas noches soñé con su elegante caminar por las calles de mi barrio mientras el aire se llenaba con los compases de canciones tan inolvidables como “Venus” o “Mavie”.

Hace pocos días la volví a ver y pese al tiempo transcurrido de nuevo reparé en ella. Sigue siendo hermosa aunque creo que una mueca de tristeza enturbia su bello rostro. La miré una vez más, creo que ella ni siquiera se dio cuenta. Iba sola como tantas tardes de aquellos años 60 en que la mirábamos sin recato al cruzarse con nosotros. Sigue siendo una mujer elegante y enigmática que llama la atención a quien la mire. Todavía conserva algo de aquel halo de “sex simbol” en que se convirtió por la magia de un grupo de chavales soñadores que estábamos despertando a la pubertad.

Volví la cabeza y mis ojos siguieron su caminar dejando que mi imaginación se perdiese en el tiempo y en los recuerdos de una época maravillosa que vivimos en comunión de deseos y sueños inconfesables en una Marineda mágica.

Eugenio Fernández Barallobre.