martes, 2 de mayo de 2017

Un personaje entrañable

La Coruña, nuestra querida Marineda, fue ciudad que siempre engendró o al menos acogió a una serie de personajes singulares que han pasado a la historia convirtiéndose, en muchos casos, en referentes del imaginario popular. Baste mencionar nombres como “Manolita la del Relleno”, “el negrito de las corbatas”, “Marcelino el del Cantón” o “Clemente” para que de inmediato evoquemos aquella Marineda entrañable, elegantemente provinciana y cargada de tintes sutiles que algunos hemos tenido la suerte de disfrutar aunque fuese, como si de cola de cometa se tratase, tan sólo su estela.


Una legión de personajes que pululaban por la ciudad y fueron desapareciendo para permitir a otros, surgidos en fechas más recientes, que ocupasen su lugar. En esta avalancha de recuerdos próximos como olvidar al bueno de “Vicente el perchas”, adalid permanente de la coquetería masculina, o a “Ríos el paseante”, siempre atento a saludar a cualquier coruñés, lo conociese o no, en su constante peregrinar por la Real o por el Cantón mayor.

Chispiña ejecutando su arriesgado número

Hoy, tal vez porque La Coruña ya no sea la misma o porque los tiempos hayan ido evolucionando, lo cierto es que cada vez resulta más complicado descubrir a uno de estos personajes singulares ocultos, sin duda, entre el maremágnum de rostros anónimos que cruzan a diario las calles y plazas de Marineda.

Pese a no haber tenido la deliciosa oportunidad de conocer en persona a la mayoría de estos personajes de leyenda, si puedo hablar de alguno que conocí y cuyo recuerdo almaceno fresco en mi memoria.

Casal era uno de esos extraños personajes que de vez en cuando aparecen en cualquier ciudad como la nuestra; mezcla de domador circense y de vendedor ambulante, la primera vez que supe de su existencia fue muy a principios de los años 60 cuando poseía una pequeña barraca instalada delante de los tristemente desaparecidos arcos que marcaban la impronta de la portada del Estadio Municipal de Riazor y que, con el paso de los años, fueron reemplazados por esa mole antiestética que conocemos pomposamente como Palacio Municipal de Deportes.

En aquella explanada, Casal, mantenía abierto su negocio en el que simultaneaba la venta de pipas, caramelos, regaliz, cigarrillos sueltos, peonzas, bolas, petardos y un largo etcétera, con el alquiler de unas cuantas mesas de futbolín donde, a imitación de nuestro querido Riazor, se disputaban emocionantes partidas en las que casi siempre ganaba el equipo que vestía los colores del no menos querido Deportivo. Allí, la chavalería de la zona, pasaba las largas mañanas de los domingos de primavera enzarzados en campeonatos que nunca tenían final.

Por mi parte, la primera vez que me acerqué a la barraca de Casal fue de la mano de mi padre precisamente en uno de aquellos paseos de mañana dominical cuando asistíamos a presenciar, en el campo de entrenamiento del Estadio, algún encuentro correspondiente a la Liga de Modestos.

Lejos de jugar al futbolín o de comprar lo que hoy llaman chucherías, lo que más me atraía de aquel simpático personaje, un hombre de edad indefinida y al parecer natural de Santiago de Compostela, eran sus dotes de domador circense.

Su número estrella, presentando con toda pompa, utilizando palabras rimbombantes que impresionaban a la chiquillería que servía de espectador, lo realizaba con su perrita “Chispa”, una perra de color indefinido, mezcla de blanco, negro y marrón, de raza indeterminada, a la que al parecer había amaestrado para el número que ejecutaba.

Su tradicional presentación, en la que pregonaba que se trataba de un número jamás realizado en el mundo y que entrañaba un especial peligro, daba paso a la ejecución del ejercicio. Para ello, Casal, disponía de un artilugio consistente en una rampa de hierro de dos carriles por la que corría un avión en cuya proa iba colocado un petardo de los llamados “truenos”; a caballo del avión la perra. Casal preparaba el número, “Chispa” se subía a su orden sobre el avión; un grave silencio se adueñaba del ambiente y cogiendo impulso, el domador, hacía deslizar el avión por la rampa hasta chocar con un tope donde explosionaba el petardo sin que la buena de “Chispiña” alterase su conducta. Luego todo eran auto felicitaciones y plácemes por parte del susodicho Casal que felicitaba y premiaba también a la perrita.

Ignoro el motivo pero un buen día desapareció de la explanada de Riazor buscando tal vez nuevas expectativas y nuevos lugares donde mostrar sus aptitudes circenses.

Pasado el tiempo apareció con sus futbolines en el solar del Caramanchón, próximo a la plaza de Pontevedra y que en su día ocupó la Jefatura Provincial del Movimiento, pero allí ya no le acompañaba “Chispa” que o bien se cansó de hacer aquel número y un día desapareció o bien un accidente mortal en su arriesgado trabajo se la llevó para el otro mundo. 

Años después, Casal, volvió sentar sus reales en Marineda, esta vez con un kiosquillo delante del majestuoso Instituto “Eusebio da Guarda” de tantas evocaciones sanjuaneras. Allí compartía número de acrobacia circense con su nueva compañera de singladura, la mona “Casilda”, una especie de tití que había amaestrado y que realizaba con él una serie de números a cada cual más “arriesgado”.

Casal y su mona, una pareja inseparable, cuyas aptitudes en el complicado mundo del “Charivari en la pista” pregonaba voz en grito a los cuatro vientos, antes de comenzar cada espectáculo, señalando que sus números rivalizaban con los más complicados de cuantos tenían como escenario los circos más prestigiosos del momento. La verdad, en su perorata, no se cortaba ni un pelo.

De ahí que él mismo señalase a los incondicionales, a modo de confidencia, que había renunciado a importantes contratos ofrecidos por los hermanos Castilla para trabajar en alguno de los mejores circos de España.

Un día, unos desaprensivos, envenenaron a “Casilda” privando a Casal de su compañera y a La Coruña de un espectáculo simpático y gratuito que entretenía a unos y a otros.

Creo que todavía, algún tiempo después, llegó a “trabajar” con otro monito parecido a “Casilda” pero ya nunca sería lo mismo.

Los últimos años, Casal, abandonado y triste, mal vivió con la venta de algunas golosinas a las alumnas de las Franciscanas y del Instituto Femenino. Su carácter cambió, dejó de ser aquel hombre dicharachero, orgulloso de su trabajo y con cierto grado de vanidad de artista que había sido y un buen día desapareció para siempre y no se volvió a saber de él.

Marineda perdió un personaje singular, tal vez uno de los últimos, y con él se fue un poco de la inocencia y un mucho de la originalidad; sin embargo permanece en el recuerdo y por ello, Casal, merece ocupar un espacio en ese museo que, sobre la intrahistoria ciudadana, debería tener toda ciudad que se precie de ello.

Estoy seguro que el bueno de Casal estará ahora, en el cielo, haciendo sonreír a algún Ángel con cualquiera de sus números circenses mientras trata de convencerlo de lo “arriesgado” de su trabajo.

Eugenio Fernández Barallobre.