lunes, 30 de enero de 2017

El día que nevó en Marineda

Hay días que quedan para siempre vivos en los recuerdos por su excepcionalidad o simplemente por algún suceso que, aunque irrelevante para la mayoría, constituye para algunos una jornada difícil de olvidar.

En cualquiera de estas dos categorías podríamos encuadrar aquel sábado, día 2 de febrero, festividad de la Candelaria, de 1963 en que Marineda se vistió con el blanco manto de la nieve.

Aspecto de la playa de Riazor aquella mañana de febrero

Creo que fue la primera vez que vi nevar y como yo, muchos otros, quedamos gratamente sorprendidos al ver como los algodonosos copos de nieve se deslizaban suaves sobre las calles y plazas de la ciudad, cubriéndolo todo.

La nevada, que debió ser importante, comenzó a caer a media mañana más o menos ya que cuando acudimos al Colegio en el autobús escolar, a primeras horas, ni siquiera se intuía lo que se avecinaba. 

Por supuesto que el regocijo de todos nosotros fue mayúsculo al observar, desde las ventanas de la clase, como la nieve caía sin cesar tiñéndolo todo de blanco. El espectáculo se nos antojaba asombroso y, por supuesto, inolvidable.

Supongo que por la nevada o simplemente por el hecho de ser sábado, aquella tarde nos la dieron libre, suspendiendo todas las clases y actividades extraescolares; es más, creo que incluso nos dejaron salir un poco antes por la mañana, obligándonos, ignoro el motivo, a regresar a casa por nuestros medios en lugar de utilizar el autobús escolar que habitualmente nos transportaba hasta el colegio de los frailes albinegros.

La calle a nuestro paso presentaba un aspecto desagradable, como embarrada y sucia, mientras en tejados, jardines y zonas poco frecuentadas, se amontonaba la nieve blanca y espesa.

Por lo que pudimos ver por las calles del centro, camino de nuestra casa, las gentes iban y venían sorprendidas por la presencia de tan poco habitual meteoro. Lo que para nosotros era motivo de jolgorio y diversión, para otros lo era de fastidio y malestar, caminando con sumo cuidado para evitar las siempre temidas caídas o resbalones.

El Estadio de Riazor tras la nevada

Lo cierto es que llegamos a casa alegres y con unas ganas locas de poder salir cuanto antes para encontrarnos con nuestros amigos y poder disfrutar de la nieve, a sabiendas de que se trataba de un hecho excepcional que tardaríamos muchos años en ver repetido.

Así fue, nada más terminar de comer, corrimos a la zona de los Puentes. La nieve había dejado de caer hacía ya algún tiempo, sin embargo los campos y taludes, al pie de los viejos vanos, seguían cubiertos por el manto blanco de la nieve caída a lo largo de la mañana.

Jugamos hasta que un atardecer, frío y gris, se nos echó encima y las primeras sombras de la noche hicieron irremediable acto de presencia. Fue una tarde especialmente agradable para todos, lanzándonos unos a otros bolas de nieve, bajando por los taludes como si de toboganes se tratase o tratando, en vano, de construir algún muñeco similar a los que otros habían construido y se alzaban desafiantes en alguno de los altozanos de aquel singular paraje.

Nos reímos, nos divertimos y jugamos hasta que la inexorable hora de regresar a casa se presentó casi de improviso. Para aquel instante la mayoría de la nieve se había ya derretido y todo comenzaba a ser el recuerdo de un día inolvidable.

El Cantón Grande con la nieve amontonada

Como siempre, por el sendero que pasaba por delante de nuestro particular campamento, retornamos a casa comentando las peripecias de la jornada que estaba al punto de concluir; atrás quedaban, silenciosos y hieráticos, semi derretidos, componiendo una mágica y misteriosa postal, los dos o tres muñecos de nieve que dominaban los altozanos de los Puentes y con ellos una jornada que pasaría a la historia personal de nuestros recuerdos.

Al día siguiente, la prensa destacaba en sus páginas fotografías más que elocuentes de un día diferente; instantáneas tomadas en los instantes en que la tormenta de nieve arreciaba más sobre la ciudad. Por lo demás, todo era ya un recuerdo.

La nieve desapareció y tardó muchos años en retornar a Marineda, incluso yo mismo no volví a verla sobre la ciudad, sin embargo o tal vez por eso, guardo un recuerdo imborrable de aquella mañana de la Candelaria en la que Marineda se vistió de blanco para celebrar que el invierno estaba mediado y la primavera se adivinaba ya próxima. 

José Eugenio Fernández Barallobre.