jueves, 16 de junio de 2016

Curiosidades de la ciudad

Todas las ciudades poseen unas características especiales que las definen, unas señas de identidad propias que les confieren personalidad y constituyen elementos diferenciadores con relación a las demás; pero además de todo esto, cada ciudad, conserva entre sus calles y plazas una serie de curiosos elementos que las convierten en únicas, inigualables, irrepetibles.

Hablamos de elementos arquitectónicos, incluso ornamentales, que despiertan la atención de propios y extraños; pero también hablamos de costumbres y tradiciones heredadas del pasado; de personajes que habitan o habitaron la urbe e incluso nos referimos a pequeñas curiosidades, de esas que pasan casi desapercibidas para la mayoría, pero que de alguna manera constituyen el alma de la ciudad.

Marineda, en ese sentido, no es ajena a nada de lo antedicho y así posee, entre sus calles y plazas, elementos arquitectónicos diferenciadores; personajes ilustres y singulares que la han habitado e incluso habitan; ancestrales costumbres recuperadas para el presente y, cómo no, una serie de pequeñas señas de identidad, algunas desgraciadamente ya desaparecidas, que dan forma a esa íntima esencia de la ciudad a la que me he referido.

Creo que todas las ciudades, y la nuestra no tendría por qué ser una excepción, deberían contar con un lugar donde guardar con mimo y esmero todos aquellos elementos que, sin poseer un valor histórico relevante, si han constituido una constante, a través de los años, y en muchos casos todo un referente para generaciones de coruñeses. Un lugar que, a modo de museo, conservase ese legado para los que vengan detrás de nosotros.

Hay muchas cosas que se han ido perdiendo en Marineda, alguna de las cuales bien podría conservarse en esa especie de almacén de recuerdos que propugnamos.

Como olvidar, por ejemplo, aquel caballito de madera de nombre “lindo” a cuya grupa casi todos nos hemos fotografiado cualquier mañana de domingo en que acudíamos, de la mano de nuestros padres, a pasear por los jardines de “el Relleno”. Pues bien, un buen día “Lindo” desapareció y con él todo el referente de una época.

También desaparecieron de su “hipódromo” de “el Relleno” aquellos otros caballitos en los que tantos niños y niñas coruñeses soñaron con ser grandes jinetes o vivieron su particular aventura, recorriendo largas e interminables praderas, una tarde de cualquier domingo de un plácido otoño.

Uno de aquellos caballitos de El relleno

Tampoco se conserva ya aquel Cartero Real que, cada vez que se acercaba la fiesta de Reyes, colocaban a la puerta de su juguetería los propietarios del Bazar de Freijido, en plena calle Real; cuantos sueños, cuantas ilusiones infantiles, depositadas en el pequeño cofre que, a modo de buzón, sostenía aquella hierática figura que también se ha disipado en esa nebulosa urbana que todo se lo lleva.

Si hago ahora ejercicio de memoria puedo recordar muchas cosas que desgraciadamente se han perdido para siempre y que, en otros tiempos, constituyeron señas propias de identidad de nuestra querida Marineda.

Desde el juego de espejos, cóncavo y convexo, de la fábrica de caramelos “Venus”, situada en la plaza de Lugo, que provocaba la sonrisa de grandes y pequeños cada vez que nuestra imagen se veía reflejada de forma grotesca en ellos; pasando por la comparsa municipal de cabezudos, con “ollo vivo” y “mata la fiera” a la cabeza, que tantas veces nos hicieron correr por las calles o el singular “traganiños”, aquel enorme pirata de cartón piedra que se tragaba, por sus enormes fauces, a los más pequeños devolviéndolos por salva sea la parte entre muestras de jolgorio y alegría de la grey infantil; hasta el hierático “Indio” que en actitud vigilante guardaba la entrada al “Salón”, uno de los locales de moda durante muchos años en nuestra ciudad; incluso aquel simpático templete situado en el Cantón Grande, en su cruce con Santa Catalina, donde se subía el Guardia Municipal, tocado con su blanco salacot, para dirigir un tráfico en absoluto estresante o el primer semáforo que se colocó al final de la Avenida de la Marina, entrando ya en el Cantón Mayor, todo ello constituye ya un recuerdo de otros tiempos vividos por la ciudad y sus gentes.
Es posible que alguien argumente que hoy, en la sociedad que vivimos, todo esto está fuera de lugar y que un ordenador o una máquina de juegos portátil es el mejor compañero para un niño. Lo lamento pero discrepo ya que todo aquello, aquellos juegos, aquellas carreras, servían para mejor socializarnos, haciéndonos más tolerantes y, desde luego, mucho más solidarios.
Los viejos cabezudos en El Leirón (1962)

Nuestros juegos de calle, la peonza; las bolas; las chapas; el ché; huevo, pico, araña; el escondite o los interminables partidos de fútbol callejero, por citar solamente algunos de ellos; en muchos casos jugados en un tiempo concreto del año, servían para relacionarnos con otros de nuestra edad; para entablar nuevas amistades, muchas de ellas conservadas pese al paso de los años.

Aquellas noches de San Juan, alrededor del fuego, con las manos entrelazadas tras una larga jornada en que, unos y otros, nos habíamos esforzado en transportar la mayor cantidad de madera y trastos viejos posibles para convertir nuestra lumerada en la mejor del contorno.

Muchas de estas cosas han ido desapareciendo y otras, milagrosamente, se han salvado. Ya nadie juega a las bolas, ni a las chapas, ni al ché; incluso ya no hay partidos de fútbol callejero. Afortunadamente la noche de San Juan y sus hogueras se han salvado para siempre. Es algo así como las dos caras de la moneda.

Marineda ha perdido una buena parte de su encanto provinciano; incluso ha desaparecido aquel curioso criadero de pollitos que había en la calle Fonseca. 

Nuevas modas y nuevas costumbres nos han invadido. Lo triste es que todo aquello se pueda perder sin que de ello quede el mínimo recuerdo. Recuperemos, si aún es posible, la magia del Cartero Real; las ilusionadas carreras de nuestros cabezudos; el sueño aventurero de aquellos caballitos de madera y cartón; incluso nuestros juegos con el fin de que, los que vengan detrás, puedan saber cómo se vivía en aquella Marineda entrañable de la que conservamos tan buenos recuerdos.
 
José Eugenio Fernández Barallobre.