domingo, 3 de abril de 2016

Recuerdos de mi calle

La noche cae fría y húmeda sobre una ciudad adormilada y callada; las candelas de amarillo gas propician el lento discurrir de sombras inquietantes que se pierden tras las esquinas por las que se cuela una brisa helada plena de matices salitrosos.

He vuelto a Fernando Macías, mi vieja calle, mi calle de siempre, seguro de encontrarme cara a cara con los viejos y amables fantasmas de un pasado que ya se me antoja lejano. Deseo, por un instante en este nocturno frío de febrero, recorrer los espacios que fueron testigos de mi juventud, de mis sueños, de mis deseos. Volver a mirar a los ojos aquel viejo, de pitillo mal liado, contador de mil historias increíbles jamás vividas; volver a sentir como la mar ruge en la lejanía mientras mi rostro es acariciado por una brisa evocadora de los mejores atardeceres de mágicos veranos; volver a recuperar el tiempo que ya no es.
Nuestra calle de Fernando Macías vista desde el nº 15

La calle está solitaria, vacía, tanto como lo estaba aquella tarde otoñal cuando salimos del viejo cine del colegio de la cuesta después de ver la película “El clavo” y nos encontramos con nosotros mismos al pie del eucalipto que lloraba sangre, hablando de la vida, del amor, de la noche. Cuantos recuerdos se amontonan al evocar aquel anochecer tan especial sumidos en el silencio y sobrecogidos por el ambiente lúgubre y misterioso que rodeaba a nuestro particular refugio de fantasmas.

A lo lejos todavía acierto a distinguir la casa de Isabel, con su terraza abierta a las estrellas. ¿Qué habrá sido de ella? Casi no volví a verla desde aquella tarde de guateque en que traté de retener a la chiquilla de mis sueños antes de huir en pos de un brillante Venus que le guiñaba su ojo de plata de gran cíclope, flirteando con ella, tratando de enamorarla.

La vieja plaza de cemento. Cuanto sabe de amores callados, de sueños sin despertar, de deseos inconfesables, de silencios elocuentes. Cuantos mensajes encriptados, escritos bajo sus bancos, en la corteza de sus árboles. Cuantas veces sus muros, en forma de celosía conventual, fueron testigos de románticas declaraciones, de eternas confidencias, de cómplices miradas a la luz de sus tenues faroles.

Corretear por las aceras, de una a otra; griterío infantil de aquellas tardes de martes de Carnaval que se morían sin indulgencia, indolentes, ocultos tras aquellos disfraces de fortuna que revivían las correrías del “Napias”, el más famoso guerrillero de la Guerra contra el francés; disfraces con los que asustar a la anciana que regresaba a casa tras comprar una docena de huevos, envuelta en un cartucho hecho con papel de periódico, en la tienda del fondo de la calle de al lado.

A la vuelta de la esquina, entre sombras amenazantes, la silueta imponente del viejo castillo de cuento de hadas. Cuantas conjeturas formuladas sobre sus secretos indescifrables; cuantas preguntas sin respuesta; cuantas horas soñando con las damas que se ocultaban tras sus muros; toda una constante en nuestra juventud, siempre omnipresente, siempre protagonista, siempre añorado, siempre deseado, siempre impenetrable.

Que íntima satisfacción recorrió nuestro cuerpo y nuestra alma al ver terminado el primer ejemplar de “Lepanto”, el periódico de nuestra pandilla. Cuantas horas escribiendo sus renglones, haciendo sus dibujos, sintiéndonos importantes al ver en él contenidas nuestras opiniones, nuestras dudas, nuestros anhelos. Quizás aquella tarde, ante el número uno de “Lepanto”, se comenzó a forjar nuestro particular espíritu que todavía hoy nos acompaña por los caminos de la vida.

Calvo Sotelo, aquí quemamos nuestras Hogueras de San Juan desde 1962 hasta 1970

Nuestro campamento, íntimo, entrañable, perdido entre maleza en el camino hacia los viejos vanos silenciosos. Nuestro ágora particular de sueños, de debates de altos vuelos queriendo jugar a ser hombres mientras los tenues reflejos de una pequeña fogata iluminaban nuestros infantiles rostros plenos de sana ingenuidad.

El primer idilio. ¿Quién no lo recuerda?; ¿cómo olvidar la primera declaración de amor? Noches en blanco pensando en ella, deseando que los días tuviesen menos horas para volver a verla al llegar la hora mágica, aquella hora que ningún reloj marcaba salvo el del corazón. Nerviosismo, excitación, temor, todo se conjugaba cada atardecer mientras esperaba que su presencia iluminase mi calle a su paso. De fondo una canción que ya ni recuerdo. Luego, cerca de la plaza de cemento, la primera declaración, sin saliva, con la boca reseca, con voz temblorosa, insegura. Al final... ¿quién lo recuerda? Un sí, un no, casi todo tenía un valor parecido. Sin embargo, creo que fue un sí.

Aquellas largas tertulias, interminables, dando una y otra vez la vuelta a la manzana mientras nos confesábamos sobre lo divino y lo humano. Horas y horas charlando, contando sobre nosotros y nuestros anhelos, nuestras vidas, nuestros amores. Cuantas veces nos sorprendió el día en aquellos dilatados paseos alrededor de nuestra calle. Cuantas veces la magia de la noche hizo de una simple frase la más íntima confidencia. Cuantos secretos se revelaron bajo la atenta mirada de Sirio, escrutante, silencioso, amigo. Aquellos paseos fueron, sin duda, uno de los grandes pilares de nuestra amistad, de nuestra unión, de nuestra comunidad eterna.

Noches de San Juan alrededor del fuego, cantando las viejas canciones heredades de nuestros mayores, lazándonos las manos mientras las llamas se reflejaban en nuestros rostros quemados por el calor de la noche solsticial. Aquella cruz de mimbre que no ardió marcó para siempre nuestras vidas uniéndonos, de forma indisoluble, con la noche de las noches, la fiesta de las fiestas. Cuantos sueños tejidos cerca de esta mágica noche de lumeradas; noche de cantos y amores, a la ilusión amplia puerta. Que sensaciones surgen del alma cada vez que se acerca la mítica fecha del 23 de junio, una de esas fechas que desde siempre hemos remarcado de rojo en nuestro particular calendario de vivencias. Tardes de largos preparativos; de tensa vigilancia cerca de la pira en evitación de posibles acciones de rapiña por parte de grupos vecinos; de atrevidos e intrépidos golpes de mano para sustraer el elemento combustible necesario para consumar el ancestral rito de las hogueras; al final, abrazos, sonrisas, canciones y un deseo en los labios siempre repetido: el año que viene será mejor si el Señor San Juan nos ayuda.

Veranos de playa, de sol, de mañanas jugando en el mar de Riazor; jugando a ser hombres, a ser protagonistas de una juventud sin problemas, sin preocupaciones, sin temores. Luego, por la tarde, empapados en olor a colonia, correr a buscar el romántico parque donde poder bailar con la chiquilla amada a los compases de aquellas canciones lentas, maravillosas, cargadas de íntimo significado; aquellas que hablaban del mar, de un lejano puerto con dos niños de la mano, de un atardecer, de la noche, de un baile... de ti.

A la vuelta del verano las clases y con ellas las tardes de espera en la pequeña cafetería cercana a la playa. La cita, la sonrisa, dos manos juntas, un beso, una frase de amor y luego..., después los sueños con un futuro común, con una vida entera juntos, con un amor que ya por entonces se nos antojaba imposible a los dos.

Allá, en la cuesta, sigue la iglesia, la de misa dominical de doce y media. Cuantas veces cruzamos allí nuestras miradas con las de las chiquillas que amábamos, con aquellas que nos privaban de otros sueños que no fueran los que ellas protagonizaban cada noche; aquellas que luego vigilábamos, a hurtadillas, mientras preparaban la mesa para la comida familiar en sus casas.
Nuestro castillo de cuento de hadas, siempre protagonista, siempre añorado, siempre deseado

Casi todo sigue igual que entonces o quizás ya nada sea como antes. Muchas cosas han desaparecido con el paso de los tiempos. La tienda de ultramarinos de la calle; la quincalla de la esquina; el bar existencialista con nombre siniestro; la pequeña farola del número dieciséis; el solar donde guardábamos la madera de la hoguera de San Juan; el gran depósito de agua de la Electra; el pequeño campamento; el árbol que lloraba sangre...

Muchas de las gentes que aquí vivían se han ido, algunas para siempre, para no regresar jamás, otras simplemente han iniciado otra vida cuyos derroteros las han alejado de mi calle. Sin embargo hay otras cosas que siempre seguirán siendo igual por mucho tiempo que transcurra y ahí es donde radica, precisamente, la esencia de mi calle.

Hoy he estado aquí y aquí sigue la plaza de cemento con otros niños que ocupan mi lugar de juegos; también sigue el viejo castillo de cuento de hadas y seguro que alguien espera, cada tarde, que algún reloj marque la mágica hora tantas veces esperada por mí; tampoco ha desparecido el perdido reducto de fantasmas que a muchos hará reflexionar sobre las verdades trascendentales de la vida; incluso sigue en pie el kiosco de la calle atendido, como siempre, por el que fuera compañero mío de correrías; ni siquiera ha desaparecido la terraza de la casa de Isabel donde seguro alguien habrá hecho otros guateques. Muchas cosas siguen igual en mi calle de siempre, muchas cosas que me recuerdan aquellos años felices en los que yo correteé por sus aceras, soñé con sus hogueras de noche de San Juan y me enamoré de una chiquilla que vivía a la vuelta de la esquina. 

Ya es tarde, llueve y hace frío. Me alejo de mi calle sin volver la vista atrás, me alejo para buscar ese mundo mío que se forjó entre las cuatro esquinas de mi calle de siempre, rodeado por mis amigos y soñando con metas inalcanzables cerca de las estrellas,

José Eugenio Fernández Barallobre.