La noche cae fría y húmeda sobre una ciudad adormilada y callada; las candelas de amarillo gas propician el lento discurrir de sombras inquietantes que se pierden tras las esquinas por las que se cuela una brisa helada plena de matices salitrosos.
He vuelto a Fernando Macías, mi vieja calle, mi calle de siempre, seguro de encontrarme cara a cara con los viejos y amables fantasmas de un pasado que ya se me antoja lejano. Deseo, por un instante en este nocturno frío de febrero, recorrer los espacios que fueron testigos de mi juventud, de mis sueños, de mis deseos. Volver a mirar a los ojos aquel viejo, de pitillo mal liado, contador de mil historias increíbles jamás vividas; volver a sentir como la mar ruge en la lejanía mientras mi rostro es acariciado por una brisa evocadora de los mejores atardeceres de mágicos veranos; volver a recuperar el tiempo que ya no es.
He vuelto a Fernando Macías, mi vieja calle, mi calle de siempre, seguro de encontrarme cara a cara con los viejos y amables fantasmas de un pasado que ya se me antoja lejano. Deseo, por un instante en este nocturno frío de febrero, recorrer los espacios que fueron testigos de mi juventud, de mis sueños, de mis deseos. Volver a mirar a los ojos aquel viejo, de pitillo mal liado, contador de mil historias increíbles jamás vividas; volver a sentir como la mar ruge en la lejanía mientras mi rostro es acariciado por una brisa evocadora de los mejores atardeceres de mágicos veranos; volver a recuperar el tiempo que ya no es.
Nuestra calle de Fernando Macías vista desde el nº 15 |