Todavía en los albores de nuestra juventud, allá a mediados de la década de los 60, se vivía con intensidad, al menos la chavalería, la fiesta de los Santos Inocentes, llegado el 28 de diciembre.
Era un día que se nos antojaba diferente y que constituía un punto de inflexión en esas jornadas de transición que median entre la Navidad y la Nochevieja. Un día que aprovechábamos para gastar alguna inocente broma al que se nos pusiese por delante.
En muchos establecimientos de la ciudad, tal era el caso de la librería "La Poesía" y en otros dedicados a la misma especialidad, se corría a guardar las figuritas de barro y casas de corcho del Belén para sustituir sus escaparates por una oferta más en consonancia con las fiestas a celebrar en los últimos días del año.
Artículos de broma de todo tipo se conjugaban, en perfecta armonía, con los elementos necesarios para los cotillones de fin año, serpentinas, trompetillas de cartón, confeti, etc., ofreciendo una amplia gama de posibilidades en cada uno de los casos.
Amén de confeccionar, cada cual en su casa, los tradicionales muñequitos de papel para colgar en la parte trasera del abrigo o gabardina de cualquier incauto que, por su precio de coste, casi nulo, suponían un elemento siempre muy socorrido, si la economía lo permitía adquiríamos bombas fétidas o cualquier otro artículo de broma que no supusiese un quebranto en nuestro generalmente depauperado peculio.
Tampoco se desdeñaba la posibilidad de concurrir a las proximidades de la vieja imprenta Roel, próxima a los Puentes, para hacer acopio de lo que llamábamos "pepitas cheirentas", el fruto de una planta silvestre que allí crecía, cuyo nombre ignoro, que una vez debidamente pisadas y echando sobre ellas una gota de agua o la siempre socorrida saliva producía que se liberase un olor nauseabundo a su alrededor.
También, llegado el caso, recurríamos, en ausencia de nuestros padres, al uso del teléfono para con él gastar alguna broma que suponemos en la mayoría de los casos no resultaban creíbles.
Nuestros objetivos eran múltiples y variados. Desde los propios compañeros de pandilla hasta el Sr. Castro, propietario de la mercería "El Exprés", en la confluencia de las calles de Fernando Macías con Rey Abdullah, cualquiera podía ser objeto de nuestras bromas de inocentes.
Por supuesto, de hecho todavía sucede en la actualidad, la prensa y la radio de la época se encargaban de difundir noticias falsas que en alguna de las ocasiones eran creídas a pies juntillas por una buena parte de la población. Desde un fichaje de campanillas de nuestro querido Deportivo para la temporada siguiente, hasta el inicio de unas obras importantes en la ciudad, cualquier "bola" era susceptible de ser creída por la gente en la mañana del día 28; luego, avanzando el día, los descreídos convencían a los inocentes, que se habían creído la información, de que aquello, lejos de ser verdad, era tan solo una inocentada.
Nosotros, en nuestra pandilla de amigos, también nos encargábamos de propalar falsas noticias tales como que fulanita bebía los vientos por meganito o que algún amigo común iba a ser probado por los juveniles del Real Madrid de fútbol. El rostro de asombrada credulidad del receptor de la noticia nos invitaba a corearle el grito de "inocente, inocente" que sellaba la broma de la que había sido objeto.
Algunos destacaban sobremanera en el arte de colocar muñequitos en la espalda de los incautos y así, acercándose de forma sigilosa, plantaban el monigote de papel en la parte trasera del abrigo del vecino de turno, objeto de esta infantil burla.
Recuerdo una anécdota de la que fue promotor mi hermano Calín y que todavía hoy, cuando la recordamos, nos provoca cuando menos una sonrisa.
En casa de mi abuela materna trabajaba una mujer, Marujita de nombre, nacida en la zona de los alrededores de Padrón. Tal vez por su sordera o simplemente por su carácter desconfiado, solía prestar especial atención estos días para evitar ser objeto de cualquier chanza o broma.
Por aquellas fechas nuestros padres habían comprado para casa una estufa catalítica de la que colgaba, en su embalaje original, un cartel que rezaba "aquí no hay invierno". Mi hermano cuidó de guardar el mencionado cartel a la espera de poder utilizarlo llegado el caso.
La precitada Marujita, al llegar el tiempo frío, solía vestir con un abrigo de paño azul; medias de lana marrones o grises y una bufanda gris que casi le cubría la cara y de esa guisa hacía la ruta entre casa de mi abuela, en la avenida de Rubine, y la nuestra, en Fernando Macías, con el fin de hacer recados o los mandados necesarios que le dictase mi progenitora.
Llegadas las fechas próximas a Inocentes, Marujita adoptaba todo tipo de medidas conducentes a evitar ser objeto de una broma y así, tras mirar el abrigo concienzudamente antes de ponérselo solía repasarlo en el espejo del hall e incluso en el cristal del portal de casa, ávida de que en cualquier momento podía ser objeto de una inocentada como ya había intentado mi hermano en numerosas ocasiones sin éxito.
Sin embargo, en aquella ocasión no pudo evitar que Calín le colgase de la espalda el famoso cartel de "aquí no hay invierno" y con el marchó Fernando Macías abajo. Cuenta mi hermano que se asomó a la ventana del salón para verificar que el cartel seguía colgado, comprobando que era observada por la gente al pasar que sonreía al verla de aquella guisa y no era para menos ya que abrigada como iba y con el cartel colgado más parecía un anuncio ambulante que otra cosa.
Según ella misma relató más tarde, en más de una ocasión se encaró con algún viandante que la miraba sorprendido por el cartel que colgaba de su espalda, a lo que ella, ni corta ni perezosa, le preguntaba "si tenía monos en la cara".
Parece ser que al llegar a la farmacia de la esquina de Rubine con Comandante Barja, una mujer le aseveró que con lo abrigada que iba era normal que no hubiese invierno, siendo entonces cuando la tal Marujita se percató, con disgusto, de la broma de la que había sido objeto.
Hubo muchas más anécdotas que vivimos en este día de Inocentes, en el que se conmemora el asesinato de infantes de orden del sátrapa Herodes el Grande tras haber tenido conocimiento del nacimiento del Salvador; anécdotas algunas muy graciosas que servían para hacer un paréntesis en el vivir cotidiano de nuestra pandilla de amigos.
Hoy, probablemente, si hacemos excepción de la consabida broma de la prensa o radio, poco o nada queda de todo aquello; por no haber no hay ni establecimientos que exhiban en su escaparate artículos de broma y por supuesto poca gente de nuestra edad de entonces pone la imaginación al servicio de estos fines. Una lástima que una hermosa costumbre como esta, llena de ingenuidad, se pueda perder para siempre.
Eugenio Fernández Barallobre.