lunes, 3 de septiembre de 2018

Carlos el Bohemio

Fue durante muchos años todo un referente de las noches de Marineda, un lugar de visita obligada para propios y extraños cada vez que el nocturno, con su pléyade de sombras sugerentes y luces de neón, se sentaba a compartir tertulia con una ciudad deliciosamente entrañable con su mágico sabor provinciano. Dicen que fue punto de encuentro de personalidades relevantes de la vida política, social y cultural no solo de La Coruña sino también de toda España en aquellos años que, por la magia del verano, nuestra ciudad se convertía en Capital de toda la nación con la tradicional llegada del Jefe del Estado, el General Franco. 

Carlos, en su tasca bohemia, que se anunciaba, sirviendo de reclamo, con aquel rótulo más que elocuente de “a doscientos un metro del cementerio”, actuaba de anfitrión en unas veladas distintas en las que la magia de la queimada adquiría papel de protagonista y los conjuros se mezclaban con las simpáticas ocurrencias del propietario del local y con los desenfadados rostros de los parroquianos que asistían, entre sorprendidos y jocosos, al diario ritual de Carlos el Bohemio. 

Dicen que Carlos, de origen catalán, llegó a Galicia con motivo de cumplir su Servicio Militar, aunque algunos atribuían su presencia entre nosotros a motivos más rebuscados, todos ellos producto del decir popular que se transmite de boca en boca formando lo que se llama una especie de leyenda urbana. Lo cierto es que Carlos se asentó en nuestra ciudad tras su paso por otros lugares de Galicia, en especial por la Abadía de Samos donde trabajó como escultor algo que sabía hacer de manera primorosa. 

Su local era uno de esos lugares a donde acudir con cualquier forastera que casualmente te encontrabas, sentada en una terraza, rodeada de la magia de las noches coruñesas de la Marina y con la que, actuando de perfecto anfitrión, deseabas recorrer los rincones más típicos y sugerentes de la ciudad. 

Una vez allí, sumidos en una penumbra cargada de hechizo, te topabas, como extraño pórtico, con un inacabado sepulcro con lauda funeral en bulto que representaba a una gato yacente tocado con mitra; aquel felino mitrado representaba, según Carlos, "al maldito abate de Samos" que se había muerto sin pagarle unos trabajos que le debía y el hecho de seguir inconclusa la obra obedecía a una especie de maldición que sobre él echara el referido abate quien le auguró la inminente defunción en el instante mismo de concluirla y como quiera que el bueno de Carlos deseaba retrasar lo más posible su encuentro con el Máximo Hacedor, de ahí su dilación en terminar la obra. 

Tras ocupar uno de los asientos de la pequeña tasca se aguardaba con expectación la entrada triunfal de Carlos, seguido de su aviesa esposa, una mujer que derrochaba alegría por todos sus poros – jamás la vi reír -. El viejo bohemio, con su luenga barba blanca, accedía a escena tocado con un casco de vikingo, cuernos incluidos, y portando un enorme báculo rematado igualmente con semejantes protuberancias óseas. 

Una vez en escena y con las luces apagadas, dejando que el incipiente fuego azulado producto de la combustión del aguardiente se reflejase en los rostros de los parroquianos, Carlos, comenzaba su larga y divertida perorata rodeado de un ambiente cargado de misticismo y misterio. 

Tras una primera alusión a Odín, como no podía ser menos, a quien rogaba conservase en letrina de mierda infernal al precitado abate de Samos, una auténtica fijación para Carlos, proseguía con una serie de bienaventuranzas donde se mezclaban los socios del Deportivo, los sordos, los cornudos y un largo etcétera, para luego seguir con el relato de una serie de extraños acontecimientos, teniendo como protagonistas a personajes tan señeros como Colón, los hermanos Pinzón, Américo Vespucio, el Papá y algún que otro párroco de una de esas parroquias cuyo nombre ritma con casi todo, fruto de la mente despierta del bueno de Carlos, y así continuaba hasta que la queimada, servida por su “simpática” mujer, estaba lista para ser degustada entre los asistentes. 

Mi hermano Calín me refirió, y me lo recuerda en muchas ocasiones, una anécdota que vivió en primera persona y que desde luego deja bien a las claras el talante de aquellos años y que hace referencia a una de las bienaventuranzas que pronunciaba Carlos que decía: "bienaventurados los sordos porque ellos no tendrán que escuchar los discursos de Solís", a la sazón Ministro Secretario General del Movimiento. 

Pues bien, corría el mes de agosto de 1975 y una de aquellas noches en que Marineda ardía en fiestas, al celebrar las de María Pita, mi hermano y otros dos amigos se dirigieron a presenciar el espectáculo de Carlos. Al llegar al local les sorprendió la presencia de varios vehículos, entre ellos un Dodge Dart ministerial. Una vez en el interior la sorpresa fue en aumento al darse de narices con el mencionado José Solís Ruíz, acompañado del Ministro de Justicia, Sánchez Ventura Pascual. Carlos, como cada noche, salió a conjurar la queimada y cuando tocó referirse a la bienaventuranza de los sordos, hizo una pausa y en lugar de mencionar el nombre del Ministro, lo miró, lo señaló con el dedo y enfatizó diciendo “porque ellos no tendrán que escuchar los discursos de ese señor”. 

Ni que decir tiene que todos los presentes, Ministros incluidos, prorrumpieron en abierta carcajada y que Carlos ni fue detenido por la Policía ni sujeto a juicio sumarísimo. Todo se zanjó, además de con las risas, con los aplausos de la concurrencia. 

Carlos ya se ha ido definitivamente y su tasca Bohemia ha desaparecido dejando un vacío difícil de cubrir. Aquel local, como muchos otros igualmente cerrados ya al público, contribuía a dar a nuestra ciudad ese toque cosmopolita que la hacía diferente a todas las de su entorno. Eran tiempos en que en Marineda se vivía la vida de otra manera. 

Carlos se fue para siempre de entre nosotros y a buen seguro que cada noche, allá en los cielos, hará reír a todos los que escuchen sus conjuros incluso al propio abate de Samos. 
Eugenio Fernández Barallobre.