miércoles, 1 de agosto de 2018

Aquellas tardes de San Valentín

La tarde del 14 de febrero, día de San Valentín, fiesta de los enamorados, poseía para todos nosotros un significado muy especial en aquellos años de juventud. Era otro de esos días que remarcábamos en rojo en nuestro calendario particular de la vida y que aguardábamos con cierta impaciencia, no exenta de nerviosismo, por ser una fecha en la que casi todo pasaba a un segundo plano ya que estaba por entero consagrada a ella y a lo que aquella maravillosa chiquilla representaba para cada uno de nosotros. Sueños, deseos, ilusiones, se conjugaban en esta jornada de febrero que tan solo tenía una protagonista: ella. 

Con cierta antelación asumíamos la llegada de ese día perdido en uno de los meses más complicados del Curso escolar y nos preparábamos para ello. Era imprescindible agudizar el ingenio para que la tarde del 14 de febrero fuese diferente a cualquier otra y así poder transmitir a la chiquilla de nuestros anhelos los sentimientos que latían en nuestro corazón. 

Como quiera que las posibilidades económicas generalmente no pasaban de ser más que discretas, todavía no recuperadas del fuerte varapalo sufrido con motivo de la fiesta de los Reyes Magos en la que, tras estrujar la hucha hasta dejarla casi sin aliento, habíamos agotado en buena medida nuestra capacidad de recursos, era necesario, caso de no haber hecho una mínima economía en las jornadas precedentes, recurrir como última tabla de salvación al omnipresente socorro paterno. 

De esta suerte, era relativamente sencillo granjearnos la cariñosa y comprensiva sonrisa de nuestras madres cuando les preguntábamos sobre que obsequio podríamos hacerle a la niña que nos acompañaba llegada esta fecha. Ella, solícita, respondía que una flor podría ser un presente elegante y digno de ser entregado a la joven con la que soñábamos cada noche. 

Una vez aceptada la propuesta materna, venía la segunda parte que no era otra que rogarle que fuese ella quien realizase la compra, argumentando los horarios escolares o cualquier otra ocupación que nos impediría realizarla a nosotros. Una nueva sonrisa, esta vez de comprensión, sellaba su pacto, quedando garantizada la compra de la rosa roja en cuestión. 

Pese a todo, aquello no era suficiente ya que además de la rosa deseábamos convertir aquella tarde en inolvidable lo que nos exigía, tras recogerla en la puerta del colegio, llevarla a cualquier local donde poder disfrutar de unas horas de intimidad a su lado. 

Primero las cafeterías de la zona de la playa de Riazor y más tarde una de las boites de la Avda. de Rubine, de las que tanto hemos hablado, eran, sin duda, los mejores escenarios para compartir a su lado un par de horas cargadas de magia y encanto. 

Por supuesto, semejante decisión exigía del correspondiente peculio para poder hacer realidad nuestros deseos, ello nos obligaba a recurrir a nuestro siempre comprensivo padre y tras argumentarle las más variopintas excusas lograr que, en última instancia, nos esponsorizase aquella maravillosa tarde que ya adivinábamos próxima. 

La noche anterior, en la soledad de nuestro santuario de recuerdos, gustábamos de coger papel y bolígrafo y dedicarle una cuartilla, cargada de prosa poética, a nuestra amada en la que, a modo de felicitación de la fecha, le transmitíamos, lo mejor que sabíamos, una buena parte de los sentimientos que albergaba nuestro corazón. 

Con los deberes ya hechos, tan solo restaba aguardar a que la hoja correspondiente al 13 de febrero cayese del calendario de pared para así abrir las puertas, de par en par, a un ilusionante día 14. 

Por una razón que aun hoy no acierto a comprender, aquella noche el nerviosismo casi no nos dejaba dormir y el poco tiempo que lo lográbamos la imagen de la chiquilla amada ocupaba la totalidad de nuestros sueños. 

Y digo que aun hoy no acierto a comprenderlo ya que no se trataba del nocturno previo a una jornada de bizarra declaración, eso ya había quedado atrás y por tanto el interés de la joven de nuestros anhelos estaba fuera de toda duda. Creo que tal vez se tratase de una fecha en la que deseábamos hacer patente, de la manera más fehaciente posible, el amor que sentíamos por ella y las dudas de demostrarlo adecuadamente eran capaces de quitarnos el sueño. 

Y por fin, tras una noche ajetreada, llegaba la mañana del 14 de febrero. Ciertamente no era una fecha igual a las demás. Nos sentíamos de otra manera; sensaciones pletóricas de ilusión se adueñaban de nosotros y la espera hasta la hora vespertina del encuentro con ella se hacía interminable. 

En clase aprovechábamos para repasar la cuartilla escrita la noche anterior por si hubiese que hacer algún tipo de enmienda y no pasábamos por alto la oportunidad de contar a nuestro compañero de pupitre, con todo detalle, los proyectos para la tarde que, pese a hacérsenos eterna su llegada, adivinábamos próxima. 

Finalmente, tras la comida familiar y las clases o el estudio de la tarde, la hora mágica de nuestro encuentro se presentaba un poco de sopetón ante nosotros. 

Como podíamos, con nuestra rosa entre las manos y la cuartilla escrita en el bolsillo, corríamos a la puerta del centro docente donde estudiaba nuestra dama de sueños y limpios deseos. Allí, en las proximidades de la puerta, aguardábamos impacientes la hora de su salida aprovechando para observar a otros que, como nosotros, provistos de una flor o de un pequeño paquete envuelto en papel de colores, esperaban lo mismo, aunque, por supuesto, con nombre y rostro distinto. 

La magia del reencuentro aun hoy resulta inenarrable. Un torrente de sensaciones, de sentimientos, de anhelos, se apoderaban de nosotros cuando la veíamos aproximarse, vestida con su uniforme colegial y con las mejillas sonrojadas por el rubor del instante. 

Luego, alejados de miradas insidiosas, nos besábamos suavemente y de la mano nos internábamos en aquel universo que estaba únicamente construido para nosotros. 

El momento de la entrega de la flor y la atenta lectura emocionada de los renglones escritos para ella, constituían los instantes con más mística de aquella inolvidable tarde. Luego, cogidos de la mano, corríamos a una de aquellas cafeterías que nos acogían amables entre sus paredes para, al calor de un humeante café y compartiendo un cigarrillo, hablar de lo que eufemísticamente llamábamos "lo nuestro". 

Poco a poco, o tal vez con más rapidez que otras veces, la tarde se iba deslizando entre miradas cómplices, suaves caricias y algún beso furtivo hasta que la siempre indeseable hora de regreso a casa se hacía patente. 

De la mano, en silencio, dejando que tan solo hablasen nuestros corazones y nuestras almas, la acompañábamos al portal donde con otro beso suave, pero lleno de significado, nos despedíamos dando por finalizada aquella tarde inolvidable. 

Antes de perderse en la infinitud de su portal nos mirábamos de nuevo y con una sonrisa llena de ternura deseábamos que San Valentín nos protegiese siempre. 

Después, de vuelta a casa en la soledad del nocturno invernal, nuestros pensamientos seguían teniéndola a ella como única protagonista y un sentimiento de felicidad indescriptible nos embargaba mientras el día de San Valentín, poco a poco, moría sin indulgencia. 

Eugenio Fernández Barallobre.