martes, 31 de octubre de 2017

El día de la Niña María

Cada 21 de noviembre la Iglesia Católica celebra la festividad de la Niña María conmemorando con ello la presentación de Nuestra Señora, a la edad de tres años, de la mano de sus padres, en el Templo. De esta tradición habla el escrito apócrifo llamado "Protoevangelio de Santiago", donde encontramos la primera referencia. Históricamente el origen de esta fiesta se sitúa en el año 543, cuando la Iglesia de Santa María la Nueva en Jerusalén, se consagra a esta festividad.

Sin embargo, el motivo de estos renglones nada tiene que ver con la datación de esta celebración, ni tan siquiera con su razón de ser. El motivo de escribirlos no es otro que el interés que tal fecha despertaba en todos nosotros, nuestro grupo de amigos, allá por mitad de la década de los 60.

Procesión del día de la Niña María

El día de la Niña María se celebraba con gran esplendor en el Colegio de la Compañía de María, nuestro mantra por aquellos años del despertar a la juventud por estudiar en él la mayoría de las chiquillas que nos traían de cabeza por aquellas calendas.

Era un día especial. Por supuesto para ellas no era lectivo si bien tampoco era de asueto, al menos en la jornada de la mañana, ya que todas las alumnas del Centro tenían la inexorable obligación de concurrir al Colegio como si se tratase de un día más del Curso, pese a que se rodeaba de algunas peculiaridades muy significativas.

Evidentemente lo que acontecía aquel día tras la gruesa puerta y los altos muros del Colegio de nuestros anhelos se escapaba de nuestro conocimiento directo y a lo sumo teníamos acceso a algunos detalles por medio de las noticias que nos facilitaban aquellas maravillosas niñas que nos provocaban tantas noches en vela, soñando con amores imposibles, quienes se encargaban de relatarnos el programa de actos y otras vicisitudes de la jornada.

Sin embargo, sí había algo a lo que no podíamos sustraernos, al menos pretendíamos no hacerlo: la procesión colegial que en la mañana de ese día recorría las calles de Fernando Macías, Plaza del Maestro Mateo y Alfredo Vicenti y en las que, marcialmente, desfilaban las niñas de nuestros desvelos.

Que se trataba de un día muy especial lo demostraba el hecho de que en tal fecha las colegialas vestían su uniformidad de rigurosa gala que consistía, fundamentalmente, en añadir puñetas de color blanco que asomaban, discretas, bajo las mangas de sus uniformes azules de cuello duro; todas ellas se tocaban con un impoluto velo largo blanco y guantes del mismo color. Era día también de lucir sobre sus pechos, aunque eso era habitual a diario, la colección de estrellas de seis puntas, doradas o plateadas cual Arma o Cuerpo militar, que reivindicaban públicamente que las poseedoras habían logrado algún sobresaliente o notable, según los casos, en el mes anterior.

También era día de lucir aquellas Bandas azul celeste a las que se habían hecho acreedoras las premiadas con Matrícula de Honor el curso anterior o las Medallas de buena conducta que colgaban sobre sus pechos las que la habían observado escrupulosamente a lo largo del año precedente.

No son las mismas pero se les parecen

Ante esta perspectiva, muy comentada por toda nuestra pandilla los días previos, todos nos afanábamos en buscar una excusa para poder presenciar el paso de las chiquillas de nuestros anhelos arrebujadas bajo sus gruesas capas de paño azul llegada la mañana del día de la Niña María.

Sin embargo, la misión no resultaba tarea fácil al tratarse de un día lectivo para el resto de los mortales, lo que nos obligaba, en última instancia y como causa sobrevenida, a tratar de convencer a nuestros progenitores, al levantarnos aquella mañana, de la imposibilidad de acudir a clase por un enfriamiento o malestar repentino, excusa esta que no siempre producía el resultado apetecido y que en la mayoría de los casos se ventilaba con la exigencia de nuestras madres a que nos levantásemos, nos aseásemos, desayunásemos, nos vistiésemos y saliésemos raudos a la calle a esperar el indeseable paso del autobús escolar perdiendo toda esperanza de cruzar una tímida sonrisa con la colegiala de nuestros amores.

De sobra sabíamos que la única alternativa posible, ante la incredulidad materna de nuestro repentino malestar, era la de hacernos deliberadamente los remolones con el fin último de bajar a la calle y encontrarnos con la siempre "desagradable e inesperada sorpresa" de que el autobús ya había pasado dejándonos en tierra, algo que en determinadas ocasiones llegó a dar el fruto deseado.

No recuerdo cuantos años estuvimos pendientes de esta fecha que para todos nosotros era un día casi tan especial como para ellas. Una comidilla que corría de boca en boca durante días por todos los mentideros de nuestra pandilla y que aguardábamos con desmesurada expectación. Tampoco puedo precisar las veces que yo fui testigo directo del paso marcial de las colegiales de nuestros desvelos al discurrir, con solemnidad procesional, por debajo de las ventanas de las habitaciones de delante de casa de mis padres. 

Sea como fuere, la fecha del 21 de noviembre constituía uno de esos días especiales en nuestro particular calendario de vivencias; uno de esos días que pese a no remarcarlos de rojo como otros, si le poníamos una marca especial para no olvidar que esa mañana tendríamos la oportunidad de ver a las chiquillas con las que soñábamos vestidas con sus mejores galas desfilando marciales ante nosotros.

Lo que sí recuerdo perfectamente era lo que sucedía aquella tarde, al regresar del colegio y reencontrarnos con nuestra pandilla de amigos. Todos estábamos interesados en conocer la identidad de aquel afortunado que, utilizando cualquier argucia, había podido ser testigo de excepción del portento. En algunos casos había que esperar un par de días para escuchar su narración en directo ya que su "grave enfermedad" de la mañana del 21 le obligaba, si quiera por decencia torera, a permanecer un par de días en la cama disipando cualquier sospecha de "maulitis" sobrevenida.

Pero la espera no importaba lo más mínimo; fuese esa misma tarde o fuese dos días después, quedábamos absortes escuchando la narración, supongo que a veces exagerada, de los testigos en primera persona que nos relataban todo aquello que habían visto con sus ojos. Por supuesto salían a relucir los nombres de fulanita o menganita de las que decían que incluso habían vuelto la vista para mirarlos y sonreírles, transmitiéndoles una especie de mensaje encriptado al que cada uno de ellos daba la interpretación que más le convenía.

Hoy, por supuesto, nada de eso se mantiene vigente. Sin embargo queda en muchos de nosotros muy vivo el recuerdo de aquellas mañanas otoñales, generalmente grises, en que las chiquillas de la Compañía de María desfilaban por nuestras calles ante la atenta mirada de nuestros infantiles ojos llenos de ilusionantes sueños y de fervientes deseos de amores que todavía estaban por llegar.

Eugenio Fernández Barallobre.