lunes, 1 de agosto de 2016

Las fiestas de María Pita

El verano ha sido siempre una especie de punto y aparte en la vida de cualquier ciudad, un tiempo que se vive de un modo menos formalista e incluso sin la prisa habitual que nos embarga el resto del año. Las tradicionales vacaciones trastocan el orden normal de las vivencias y el buen tiempo invita a mejor saborear las calles incluso en los suaves nocturnos.

El verano, en una buena parte de las ciudades españolas, trae aparejadas las fiestas mayores, esa cita lúdica en que se sume cada ciudad, durante más o menos tiempo, al menos una vez al año. Una cita que altera su fisonomía e incluso sus costumbres. Marineda, como es lógico, no podía ser una excepción a esta corriente tan extendida.

La falla de María Pita

Si volvemos la vista atrás en el tiempo y nos plantamos, por ejemplo, en la ya lejana década de los 60 nos encontramos con una ciudad que se entregaba con intensidad a sus fiestas de agosto, llamadas de María Pita en honor a la popular heroína coruñesa del siglo XVI.

Uno de los síntomas que anunciaba que las fiestas estaban para comenzar, además de la inexcusable llegada de agosto, era la colocación de largas tiras de bombillas que, a modo de luminoso adorno, silueteaban alguno de los monumentos más señeros de La Coruña. Que recuerde ahora mismo, las caras de la Torre de Hércules que miran a la ciudad; las tres torres del Ayuntamiento; la elegante y tristemente desparecida torre del reloj de la sede central de la Caja de Ahorros en el corazón de San Andrés e incluso la torreta del edificio de Correos y Telégrafos, se vestían de forma tan deslumbrante con la llegada de agosto.

Las fiestas solían comenzar el 31 de julio con la tradicional quema de la “falla” que se colocaba en la Plaza de María Pita desde unos cuantos días antes. La “falla”, construida en los talleres de Cervigón, era diseñada cada año por la ingeniosa pluma del delineante municipal D. Rafael Barros quien trataba de plasmar, con gracia y buen humor, alguno de los hechos más relevantes acaecidos en la ciudad a lo largo del año. Se trataba de un monumento, fabricado en madera, del que desconozco el origen, allá por los años 40, pero que proporcionaba una seña propia de identidad a nuestras fiestas agosteñas.

Proclamación de la Reina de las Fiestas de 1969

En aquellos años todavía se mantenía viva una tradición que se prolongó hasta mediados de la década de los 70, la coronación de la Reina de las Fiestas. Espacios tan señeros como el Salón de Sesiones del Palacio Municipal; el romántico Jardín de San Carlos e incluso el patio de armas del Castillo de San Antón, fueron testigos de la proclamación de aquellas jóvenes coruñesas convertidas en princesas de cuento de hadas por la magia de las fiestas estivales en la llamada “Festa da Cantiga”.

El primer domingo de agosto era el de la “Función del Voto”. Desde el Ayuntamiento partía la colorista comitiva, prologada por la Banda Municipal, en la que Alcalde y Concejales, todos ellos vestidos de riguroso chaqué, acudían a renovar el Voto de la ciudad originado en 1589 ante la imagen de la patrona, la Virgen del Rosario. Gigantes y Cabezudos; Guardia Municipal con Uniforme de Gran gala; Maceros; Heraldos; Timbaleros y Clarineros daban escolta al Pendón de la ciudad en su discurrir por las calles ante la atenta mirada de propios y extraños.

Eran tiempos en que aquella graciosa comparsa de Cabezudos con “Ollo Vivo” y “Mata la Fiera”, entre otros, hacían las delicias de los más pequeños que corrían espantados ante su presencia.

La ciudad se iba, poco a poco, llenando de forasteros y los organilleros, con sus carritos engalanados con profusión de banderas y tirados por aquellos simpáticos burritos, recorrían la ciudad cooperando a poner una nota más de alegría y bullicioso buen humor.

Días después, con la llegada de Franco a la ciudad para iniciar su veraneo anual, los Cantones y la Avda. de la Marina se adornaban con largas tiras de Banderas nacionales que las atravesaban de acera a acera dando así testimonio de la presencia del Jefe del Estado.

Heraldo y Timbalero de la Ciudad en la Función del Voto

La Hípica acogía el tradicional Concurso Hípico seguido por numeroso público que disfrutaba viendo como los caballos realizaban el pase de la pista mientras se jugaban alguna pesetilla en la caseta de apuestas.

Al principio de los 60 todavía existía la Plaza de Toros que acogía, durante la llamada “Semana Grande”, en que como hoy los Bancos cerraban más temprano, la Feria Taurina Coruñesa que gozaba de gran predicamento y que recibía a los mejores espadas del momento. También el coso taurino, en las noches de agosto, se tornaba en ágora de la cultura para acoger las inolvidables veladas de Festivales de España que traían a la ciudad representaciones de Teatro, Zarzuela, Opera y Ballet. Después, a la conclusión del Festival de La Coruña, los combates de lucha libre y boxeo se convertían en los protagonistas en la vieja Plaza de Médico Rodríguez.

La Banda de Música Municipal ofrecía sus conciertos en la Plaza de las Bárbaras o en los andenes de la Playa de Riazor, bajo las arcadas, mientras que grupos de Gaiteros recorrían las principales calles del centro de la ciudad y el Estadio de Riazor acogía la celebración del Teresa Herrera cuyo trofeo, cada año diferente, también era diseñado por el recordado D. Rafael Barros, en tanto que en la bahía se celebraba la tradicional regata de Traineras cuyo trofeo llevaba el nombre de “Generalísimo”.

Las diferentes Sociedades coruñesas celebraban sus fiestas y bailes, destacando por encima de todas las inolvidables verbenas de “El Leirón” que el Sporting Club Casino poseía en la calle Juan Florez. En aquellas verbenas, conocidas a lo largo y ancho de España, se daban cita los mejores grupos musicales del momento, "el Dúo Dinámico"; “Los Mismos”; “Los Tres Sudamericanos”; “Los Magos de Oz”, entre otros, animaron estas verbenas en aquellos años finales de la década de los 60. 

Aquellos veranos, igual que hoy, Riazor se llenaba de bañistas y las calles del centro se adornaban con el elegante pasear de lindas coruñesas que acudían a los locales de moda por aquellas calendas, compartiendo vivencias con forasteros y forasteras que se citaban en Marineda para vivir las jornadas estivales.

Los jardines de Méndez Núñez se ponían a rebosar de barracas y atracciones de feria, incluida la famosa tómbola de Caridad, convirtiéndose en punto de cita de los más jóvenes que hallaban en aquel lugar el marco idóneo para ligar a cualquier joven forastera de visita en la ciudad. Incluso en la parte baja del Kiosco Alfonso se ofrecía, cada noche, música en vivo con la orquesta que acompañaba al piano el maestro Dil. 

El epílogo a las Fiestas de María Pita, además de la Romería de Santa Margarita con sus tradicionales “merendiñas”, lo marcaba la “Cena de Gala” que el Ayuntamiento ofrecía a Franco. Una velada deslumbrante a la que concurrían varios de los Ministros del Gobierno que ese mismo día o el anterior habían acudido al estival Consejo de Ministros celebrado en las Torres de Meirás.

El organillero en las terrazas de la Marina

Tras los tradicionales honores rendidos, a las diez en punto de la noche, por una Compañía del Regimiento de Infantería Isabel la Católica nº 29, de guarnición por aquel entonces en Marineda, la comitiva que daba escolta al Jefe del Estado con su Sección de motos o la Unidad de la Guardia Interior vestida de gran gala ponían, junto a la magnífica sesión de fuegos artificiales, la nota de más brillo en esta velada seguida por miles de coruñeses que se asomaban a las calles a vitorear al General Franco a su paso sin que nadie los conminase a tal cosa, aunque alguno ahora se esfuerce en tratar de demostrar lo contrario. 

Y así, lentamente, iba discurriendo el verano coruñés y muy especialmente su mes de agosto con sus tradicionales Fiestas en honor a la heroína María Pita. De lejos se advertía ya la llegada de septiembre, con el final de los amores de verano, y la vuelta a la vida normal de la ciudad ajena a los sobresaltos de un verano que se iba quedando atrás entre sueños y recuerdos de melodías escuchadas mirando a los ojos a una linda coruñesa.

José Eugenio Fernández Barallobre.