miércoles, 4 de mayo de 2016

Las chiquillas de nuestra juventud

Como podría pasar por alto aquellas maravillosas chiquillas, las lindas coruñesas de nuestra juventud, que nos acompañaron en sueños y largas noches de vela aguardando la incierta respuesta a nuestra propuesta amorosa.



La tarde otoñal se va deslizando suave entre los largos cabellos de las palmeras del Relleno teniendo como fondo la imaginaria aguja de la torre de los Jesuitas que parece querer rasgar el cielo; un suave aroma salitroso impregna el aire que acaricia la ciudad; a lo lejos las primeras sombras de una noche misteriosa se asoman tímidas, colándose por los poros de una Marineda que comienza a bostezar. Es tiempo de evocar recuerdos.

Como de la nada surgen las notas de alguna de aquellas viejas canciones de un siempre que no pasa y que invitan a soñar. Que maravillosa sinfonía de colores verdes, azules y grises interpretaban aquellas inolvidables colegiales de mi juventud; aquellas chiquillas con las que cada tarde debatíamos lo que considerábamos, sin serlo realmente, aspectos trascendentales de nuestras vidas.

Como fondo, la imaginaria aguja de la torre de los Jesuitas 

La Compañía de María, las Esclavas, las Franciscanas e incluso el Instituto Femenino son nombres que todavía hoy nos hacen estremecer con sólo recordar vivencias, rostros y miradas de aquellas chiquillas que nos acompañaron, aún cuando alguno de sus nombres de pila o aquellos otros de uso más íntimo y cariñoso se hayan disipado en la nebulosa del tiempo pasado.

El hecho de haber nacido en Fernando Macías casi me obligó, desde mi despertar a la juventud, a mirar a la cara, con ojos tintineantes, al enorme caserón – nuestro castillo de cuento infantil – de la plaza de Portugal con sus moradoras de capa azul y cuello duro blanco de mediados de los 60. Cada tarde, a eso de las siete menos diez deponíamos juegos y otras lindezas para recrearnos en la contemplación ensimismada de aquel batallón de chiquillas que, cruzando nuestra calle, se dirigían a sus casas. Ahí fue donde comenzaron a fraguarse nuestros sueños, nuestros primeros idilios.

Unas y otras, en alegre comitiva, bajaban por las sendas de nuestra calle, rodeadas de aquella iluminación tenue y sugerente, arrebujadas bajo sus capas de paño camino de encontrarse con sus personales santuarios de recuerdos. Nosotros, en baja voz, cuchicheando, cantábamos las beldades de cada una de ellas aguardando, ruborizados, el mágico instante en que se cruzase ante nuestra atenta mirada la colegiala que, desde muchos días antes, nos había empezado a robar los sueños.

Fueron años en los que comenzamos a vivir nuestros primeros idilios juveniles de los que tanto sabían las pastas del libro de Ciencias Naturales o la corteza del viejo eucalipto cercano al refugio de los fantasmas.

Surgieron entonces las primeras declaraciones de amor, de un amor que presumíamos eterno sin serlo; declaraciones cargadas de ingenua ternura y no exentas del mal rato que producía la indescriptible vergüenza de asumir semejante hazaña y el todavía mucho peor de aguardar la respuesta, a veces no deseada.

Luego, con el paso de los años, aquella vergüenza se fue perdiendo y vinieron los tiempos de pandillas, de guateques en las casas de ellas bajo la atenta mirada de la madre inquisidora o de la tía mucho más permisiva y complaciente. Tardes de guateque con tocadiscos portátil, que hacía sonar aquellos sencillos de vinilo con maravillosas canciones que bailábamos lo más pegados que permitían las circunstancias, cup de frutas rebajado y canapés de caviar sintético. Inolvidables guateques que esperábamos impacientes durante toda la semana y que solían celebrarse al atardecer del domingo convirtiéndose en el epílogo de un fin de semana que se moría sin indulgencia.

No son las mismas pero se les parecen

Cada día, cada tarde, cualquier cafetería de las que asomaban sus puertas a Riazor se convertía en obligado punto de cita, al concluir las clases, para hablar de lo divino y de lo humano acompañados por el omnipresente quinto de cerveza y la consabida tapa de patatas chip o aquel intragable vino “Rosales” que tan de moda estaba por aquellas calendas. Durante una hora u hora y media a lo sumo tejíamos nuestra particular tela de araña entorno a la conversación que, poco a poco, iba adentrándose en el universo de cada uno. Al final, queriéndolo o sin querer, hacíamos coincidir nuestra vuelta a casa con la de la chiquilla de nuestros sueños para así tener la mejor excusa que nos sirviese para acompañarla hasta el portal y allí iniciar todo un universo de confidencias.

Todavía recuerdo aquellas mañanas del día 21 de noviembre, la Niña María, en que tratábamos de buscar como excusa una enfermedad pasajera que nos permitiese quedarnos en casa y, desde la ventana del comedor, verlas pasar, con sus flamantes uniformes azules, formando comitiva en aquella procesión escolar. También resultan imposibles de olvidar los atardeceres de San Valentín cuando acudíamos puntuales a las inmediaciones de la puerta del Colegio para entregarles la rosa roja que por la mañana habíamos encargado a nuestras madres y que simbolizaba el sentimiento que brotaba de nuestra alma.

Cuantas veces hubo que burlar la aviesa mirada de la Madre portera que oteaba desde su atalaya particular, escrutando palmo a palmo el horizonte, como el mejor vigía, tratando de detectar la presencia de alguno de nosotros acompañando a una de aquellas chiquillas en el instante de entrar a clase. El ser descubierta en semejante compañía suponía un delito de lesa majestad que era corregido, de inmediato, con un “pinchazo” en aquellos carnets de cartón que poseía cada una de ellas.

Eran tiempos de Bandas azul celeste como premio a las matrículas de honor, Medallas a la buena conducta y estrellas de seis puntas doradas, cual Arma militar, para premiar los sobresalientes y otras plateadas, como si de un Cuerpo castrense se tratase, para los notables. Curiosamente ninguna de aquellas chiquillas de nuestros sueños lucían semejantes distintivos, a lo sumo alguna de ellas podía presumir de una estrella, que no de Alférez precisamente, obtenida por su buena nota en las asignaturas de gimnasia, hogar o religión, las "marías" para mejor entendernos. Sin embargo, en belleza, elegancia y simpatía se llevaban la palma.

Con el discurrir de los años la pandilla fue dejando paso a la pareja y con ella surgieron aquellos largos paseos por la Ciudad Vieja o por el Andén de Riazor, bajo el multicolor paraguas, tras la cita de las siete en la puerta del cine Avenida. Luego, una de aquellas maravillosas boites coruñesas de finales de los 60 y principios de los 70, nos acogía sugerente para entre sus sombras, y teniendo como fondo las canciones de siempre, susurrarle al oído frases cargadas de ternura y besarla apasionadamente con la venia, claro está, del camarero de turno que generalmente sufría de una carraspera impertinente haciendo con ello ostensible su presencia siempre indeseable.

Los años han pasado. Hoy aquellas chiquillas son ya madres y alguna de ellas abuela y todavía, al cruzarnos por la calle, intercambiamos una sonrisa mezcla de complicidad, mezcla de complacencia, mientras nuestras mejillas se sonrojan levemente y por la magia del atardecer coruñés sus ojos recobran la viveza de aquellos de la linda coruñesa que supo enamorarme.

José Eugenio Fernández Barallobre.