Si algo marcó nuestra juventud, allá por los inicios de las década de los 70, fueron aquellas deliciosas boites que, esparcidas por toda la ciudad, se convertían en sacralizados templos consagrados a nuestra iniciación en los ritos de cortejo en los primeros idilios de juventud. Locales que rodeados de una aureola de magia y misterio acogían, en las tardes dominicales, toda suerte de envites en el siempre difícil arte de la conquista de las chiquillas de nuestros sueños.